PAN DURO - Acto 9

Ascenso. Viernes de merienda 

El Capitán de la Guardia Civil don Miguel Gutiérrez pertenecía a la Unidad de Seguridad Ciudadana y era conocido en el vecindario, no sólo por su vinculación a dicho cuerpo militar, sino también por pertenecer a una respetada y distinguida familia de la alta sociedad sevillana. La casa en donde vivía fue construida por sus antepasados. Varias generaciones habitaron en ella.

Acababa de conseguir lo más preciado que puede obtener un militar: un ascenso, en este caso a Comandante. Sin embargo, aquella tarde llegó a casa con un sentimiento contrapuesto. Había algo que le preocupaba.

Doña Esperanza Aiza, que celebró la noticia efusivamente, abrazó con fuerza a su marido, dándole la enhorabuena.

—¡Cariño eso es maravilloso!

Pero don Miguel Gutiérrez no reaccionó del mismo modo al entusiasmo de su esposa.

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué tienes esa cara? Deberías estar dando saltos de alegría.

—Ya... Pero...

—¿Te das cuenta que ahora podremos tener todo cuanto habíamos soñado? —argumentó casi sin dejarlo terminar— ¿Ofrecer a nuestra hija una educación aún mayor? ¡Es lo que siempre hemos deseado!

La señora Aiza estaba algo desconcertada con la actitud pasiva de su esposo. Y él no sabía cómo contarle a ella la parte menos amable de la noticia. En aquellos casos en los que el diálogo necesitaba un punto más de atención, el señor Gutiérrez siempre consideraba oportuno servir a su esposa y a él mismo una copa de Jerez, mientras lo tomaban sentados en los cómodos sillones del salón. Doña Esperanza conocía este aspecto de su marido, de modo que comenzó a sentirse un poco incómoda; temía que aquello le provocase un nuevo ataque de asma. El ahora Comandante, atendiendo al problema de salud de su esposa, le ofreció la copa con una pequeña sonrisa para intentar tranquilizarla, y rápidamente comenzó su discurso:

—Esposa mía, un cargo importante va siempre acompañado de una mayor responsabilidad— dijo para quitar hierro al asunto, después de dar un buen sorbo a la copa.

—Eso me enorgullece. Y tú deberías sentirte igual —le reprochó, y luego se humedeció los labios con el caldo. 

—Sabes lo importante que es para mí la familia. Jamás haría nada que os pudiera perjudicar.

—Por favor, déjate de rodeos. Me estás poniendo nerviosa. ¿Qué intentas decirme?

—Bueno, es cierto querida que, con mi nuevo cargo, nuestro estatus social amentará.

Casi podía oírse el corazón palpitar de doña Esperanza. Sus ojos se abrieron más de lo habitual esperando que su marido terminase de hablar. Don Miguel hundió sus anchas espaldas en el mullido sillón y cruzó las piernas, tomando otro gran trago del líquido dorado. Después continuó: 

—Dirigiré toda una Compañía.

—¡Pero eso es maravilloso! —exclamó ella, respirando tranquila.

—Así es. El inconveniente es que... todo tiene un precio —esperaba una reacción negativa de su esposa y no sabía la forma de prepararla, por lo que hizo una pausa— decía que, el inconveniente es que ya no me será posible solicitar un traslado a tu tierra.

De repente, a la señora Aiza se le iluminó el rostro, respiró tranquila, y de un golpe desapareció aquellos molestos síntomas. Sorbió con prisa varias veces seguidas de su copa y la soltó sobre la mesa de centro.

—¡Eso no es ningún problema, mi amor! —exclamó aliviada—. Pensé que sería algo más grave. 

El señor Gutiérrez no esperaba un desenlace tan benevolente:

—Sé lo mucho que deseabas regresar a Bilbao. Y lo mucho que echas de menos a tu familia. Por eso pensé que te sentaría mal el ascenso.

—No te preocupes, cariño, podré soportarlo. Con dinero todo es más fácil —sonrió de oreja a oreja dando otro sorbo a su copa—. Además, supongo que siempre podremos hacerlo más adelante.

—Me alegro de que te lo tomes así. Ahora tengo que llevarle un buen regalo al Teniente Coronel, don Alfonso Rico. Él me recomendó en la promoción.

—Por supuesto, te ayudaré a comprarlo. Amigos así hay que tenerlos muy bien cuidados.

Don Miguel Gutiérrez creyó que doña Esperanza Aiza se molestaría por tener que renunciar a su deseo de vivir en Bilbao, su ciudad natal. A pesar de ello, la señora Aiza vio con buenos ojos su elevación en el estatus social. Una mayor disposición económica le podría permitir muchas más cosas, además de ostentar un mayor poder en la ciudad. Sin embargo, don Miguel no reparó en algo que a él mismo molestaría. Los pensamientos retorcidos de su esposa pasaban por otro sendero bien distinto al suyo propio: «con dinero nos podremos permitir abandonar esta casa, y adquirir la nuestra propia. Y al fin perder de vista a esta bruja», pensaba para sus adentros, refiriéndose a su suegra. Ciertamente era difícil imaginar que doña Carmen dejará atrás el hogar en donde se fraguaron tantos recuerdos de tantas generaciones; de ahí a que su nuera viera positivamente el ascenso de su marido, a pesar de que no pudiera pedir el traslado a su tierra.  


Era un hábito, todos los viernes por la tarde, si la disposición lo permitía, que doña Esperanza y doña Carmen se reunieran para tomar el café con varias amigas de la aristocracia sevillana. Ese día coincidía hacerlo en casa de doña Carmen Barrios. Para enardecer los instintos más básicos del ser humano, preparaban en el salón una especie de merienda. Allí, mientras degustaban los dulces, todas compartían sus amarguras y sus dichas, además de los chismorreos pertinentes, surgidos o no durante los días previos al encuentro. Una enorme cristalera semiesférica que miraba al exterior, rodeaba un espacio en cuyo centro disponía de una mesita de té con tres butacones y un sofá. El suave cortinaje detenía convenientemente los, a veces molestos rayos de sol, dejando tras de sí una atmósfera acogedora y cálida, propicia para la plática. La joven y simpática Ana, o la chacha como solían llamarla, se había encargado de que todo estuviese conforme al gusto de las señoras. Su estatura era por debajo de la media. Redondeada cara y ojos algo saltones advertían de una condición noble y bondadosa. Y como decía ella misma y sin reparo, «le sobraban unos kilillos».  

—Ana, tómate la tarde libre —ordenó con el rigor propio de un mandamiento doña Carmen Barrios a la asistenta, una vez terminó de servir.

Una bandeja con magdalenas, pestiños y rosquillas con azúcar decoraba el centro de la mesita, perfumando así un ambiente agradable.

Café con una gota de leche y dos terrones de azúcar era lo que acostumbraba tomar Doña Carmen Barrios y también la señora Angustias; café con leche con «el café que apenas manche la leche» para doña Esperanza; té verde para la señorita Celia; y café solo y sin azúcar para la señora Jacinta y doña Marisa. Tal era siempre la misma petición de las seis mujeres.

—Gracias, doña Carmen, así lo haré —se inclinó mostrando sus respetos y luego se marchó cerrando la puerta tras de sí.

El gesto de la señora Barrios desconcertó a la sirvienta que, por el pasillo, ya había imaginado alegremente cómo emplear la tarde. Jamás le había obsequiado con tal propina.

La señora Jacinta, que a duras penas entraba en su enorme sillón, arrugó su estirada frente y después de tomar el primer sorbo, criticó:

—¡Uy! Ofréceles una mano y te tomarán el brazo.

—Querida, no tiene porqué ser así —saltó la señora Angustias que, aunque metida en carne, no presentaba de ninguna manera la misma corpulencia que la señora Jacinta. Su nariz algo respingona daba un aire divertido a su rostro—. Soy de las que piensan que si lo merecen hay que darles ese trato de favor de vez en cuando.

—Hay una buena razón para ello —intervino Doña Carmen Barrios haciendo sonar la cucharilla en el interior de la taza, quizá para llamar la atención.

Doña Esperanza sin embargo fue la última en inclinarse hacia la mesa. Parecía esperar un momento más oportuno para intervenir.

—Tengo el placer de comunicaros —saltó orgullosa— que mi querido hijo ha sido ascendido a comandante.

La señorita Celia fue la primera en felicitar la noticia. Era la más joven de todas y tal vez la más encantadora y agradable. Su pequeña estatura y extrema delgadez la hacían sentir una persona frágil, al igual que reprimida en ciertas cuestiones del amor. A menudo pensaba que con su físico y rostro poco agraciado jamás encontraría su pareja ideal, un compañero con quien compartir el resto de su vida. En su contra también podría añadirse que, como la oveja que sique al rebaño, fácilmente se dejaba arrastrar por la corriente.

—¡Eso es maravilloso!

—¡Vaya! Más tiempo para trabajar y menos para los menesteres familiares —volvió a entrometer la señora Jacinta— Te compadezco, cariño.

—Desde luego, Jacinta, eres toda alegría y positivismo —le reprochó la señora Angustias.

Doña Marisa atenta a los comentarios era de todas quizá la que menos gustaba hablar de su vida personal; no obstante, mostraba especial interés por las intimidades de otras personas. Su deporte favorito era el cotilleo; allá donde había una primicia allí se encontraba ella, y si no existía podía incluso inventarla con tal de sentirse el centro de atención. Tenía un rostro particular, como si acabase de morder un limón. Aún con la magdalena en la boca, argumentó casi atorada:

—Mayor cargo, más beneficios, y mucha mejor vida. Eso es así, no me cabe la menor duda. Seréis la envidia del barrio.

—Y encima ya no tendremos que mudarnos a ningún sitio —se alegró doña Carmen.

La señora Aiza no pudo evitar fruncir el ceño: «¿pero esta bruja tenía pensado trasladarse con nosotros de habernos podido marchar? ¡De ninguna de las maneras!» se dijo para sí misma. Ahora conocía la intención de su suegra. De modo que la expectativa que tenía de que doña Carmen se quedase en Sevilla se derrumbó de un plomazo. Aquella amarga revelación le provocó un resquemor en el pecho, cuya inmediata taquicardia pudo finalmente controlar sin que nadie lo advirtiese, y antes que se desencadenase en otro ataque de asma. De manera que tuvo que tomarse un tiempo antes de poder contestar, por lo que dejó que su suegra continuase con la palabra:

—Además, podremos relacionarnos con familias de mayor prestigio —añadió orgullosa—. Y mi querida nieta, cuando la edad se lo permita, accederá a círculos donde apuestos varones le ofrezcan una vida holgada.

Doña Esperanza la miró de reojos y después de una aspiración profunda objetó:

—¡Eso no es lo más importante! Su padre y yo queremos que se forme en los estudios. Nuestro deseo es que no tenga que depender de nadie, que pueda defenderse por ella misma.

—Ambos aspectos no deben estar reñidos —intervino la señorita Celia.

—¡Tonterías! —saltó doña Marisa—. Basta con que obtenga una correcta educación que dé pie a que un buen mozo de alta familia se fije en ella.

Su argumentación no agradó en absoluto a la señora Angustias, que enseguida tomó la palabra:

—Pues yo soy de la opinión de doña Esperanza. Una mujer moderna de hoy en día debe formarse en el conocimiento y no estar postrada a las aspiraciones del varón.

Doña Carmen y doña Marisa gesticularon escandalizadas. Las demás mostraron indiferencia, aunque finalmente asintieron. Las opiniones de doña Angustias tenían mucho peso, eran como si importasen el doble, tal vez por su edad, algo mayor que el resto; tal vez por el timbre de su voz; tal vez por su convincente forma de hablar, o por la suma de todo lo anterior, el caso es que hacía ganarse un mayor respeto entre las demás. Por esto la señora Aiza, como si de un partido de tenis se tratase, notó que conquistaba su primer punto; tal parecía indicar la mueca de su rostro. Después de tomar la taza y sorber un trago para celebrarlo añadió:

—Mi Ercilia será una dama con estudios, y como dice doña Angustias no tendrá que dar cuenta a ningún hombre.

Este era un tema que cuando se trataba en aquellas tardes de charla a menudo caldeaba el ambiente. Todas parecían reconocerlo. Y antes de que se produjera un encontronazo, la joven señorita Celia intermedió con sutileza para limar las posibles asperezas:

—No quisiera entrometerme en los asuntos de educación de vuestra querida Ercilia, pero, no será mejor para ella misma que decidiera su propio destino.

Aquellas palabras suavizaron el intercambio de golpes. Y el tema de conversación fue cambiado de inmediato por doña Marisa:

—Hablan por ahí que el viejo Feliciano ya no reparte el pan por las calles.

—Sí, ha dejado el trabajo a un mozo bien apuesto —afirmó la señorita Celia—. Dicen que es su sobrino.

—¿Sobrino? No seas ingenua, mujer —se burló la señora Jacinta.

—No es sobrino de sangre —explicó doña Marisa—, creo que sólo le hace compañía desde que murió la vieja monja.

Doña Esperanza Aiza enseguida criticó:

—He oído que es un joven desvergonzado.

—Al parecer —afirmó la señora Jacinta— llegó a contestar malamente a varias clientas. 

—No me extraña teniendo en cuenta quienes han estado detrás de su educación —añadió con saña doña Carmen Barrios.

La señora Angustias no aprobaba las opiniones hacia Joel por lo que reprochó:

—¡No será para tanto! Conozco al muchacho en persona. Mi asistenta le tiene encargado el pan, y no lo considero tan malo como dicen. Incluso me parece un joven simpático. El otro día sin ir más lejos, estaba lloviendo, y nos trajo el pan hasta la mismísima puerta; yo lo saludé desde la ventana de mi salón, y él me devolvió el saludo muy gentilmente.

A ninguna de las presentes, excepto a la señorita Celia, les pareció correcto que nadie viniese a traer el pan a domicilio, ya que según ellas eran los sirvientes del hogar los que debían hacer la función de proveer los suministros. Además, pensaban que éstas eran prácticas de familias humildes. Pero tratándose de la señora Angustias todas callaron su opinión. La tarde se extendió mientras platicaban acerca de cualquier cosa.

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