PAN DURO - Acto 4

La casa de Feliciano Montesinos

La hermana María no daba crédito a lo que sus ojos estaban presenciando, incluso los refregó fuertemente varias veces. El corazón le comenzó a latir tan deprisa que creyó desvanecerse de un momento a otro «¡por todos los Ángeles! ¡No puede ser!», pensó la anciana con una mano sobre su pecho. Con alguna dificultad logró llegar hasta la cesta. Unos ojos grandes y grises bajo un charco de lágrimas le aguardaban con mirada impaciente. Se trataba de una criatura de apenas seis meses de vida. La sonrisa arrugada pero tierna de la Clarisa hizo de bálsamo al crío, que pareció entender el gesto y dejó de llorar. Éste nervioso y alegre al mismo tiempo empezó a contraer y a extender las piernecitas como si quisiera salir corriendo. La religiosa lo tomó en sus brazos y lo achuchó con ternura. El bebé, que sintió el calor de la monja sobre los latidos apresurados de su corazón, comenzó a buscar el pecho, cosa que a ella le hizo gracia. Para calmar la ansiedad de la criatura la monja le acercó el dedo meñique, éste lo agarró con su manita y se lo llevó a la boca para comenzar a succionar, intentando desesperadamente sacar algo de él. Sin duda, su estómago llevaba horas sin llenarse. Por un momento la anciana olvidó todos sus dolores. Como si el tiempo para ella hubiese retrocedido cincuenta años. Un finísimo lazo pareció unirlos para siempre. Lo sentía como suyo. No existe nada más hermoso y con más poder que el instinto maternal de una mujer cuando tiene sobre su pecho a un recién nacido. De repente recordó que siempre había deseado tener un hijo propio, el mayor anhelo de toda su vida. Y pensaba que en la recta final de sus días Dios se lo había enviado.

Sin embargo, la adrenalina que le produjo la excitación del encuentro se estaba agotando, y los dolores regresaron a su cuerpo. Hubo un momento en que estaba confusa, no sabía qué hacer con el crío. Intentaba reflexionar con claridad, pero su cadera y la lluvia que por momentos parecía hacerse más copiosa no la ayudaban en absoluto. Pensó en llevarlo dentro e informar a la Madre Superiora, «pero a saber qué harán contigo estas viejas. Lo más probable es que te ofrezcan en adopción a una familia adinerada. No, no lo tengo claro, prefiero llevarte a la Casa Cuna. Allí estarás muy bien atendido. Al menos eso espero. Pero… está demasiado lejos, ¡y con este tiempo! No llegaré con estos dolores. Además… entonces ya no te volveré a ver. Si Dios te ha puesto en mi camino será por algún motivo». La anciana meditaba tan rápidamente como el bebé succionaba su dedo. En ese momento recordó el escalofrío que sintió cuando notó que la tocaban el hombro. «Sí, eso es. Si el Padre hubiera querido otro destino para ti, me habría dejado entrar. Quizá si aviso a la hermana Teresa ella podría ayudarme; o mejor a la hermana Mercedes. No lo sé. No sería justo para ninguna de las dos. Por mi culpa las metería en un buen lío». Pero el bebé solo entendía que tenía hambre y cada vez chupaba el dedo con más fuerza. Pronto se daría cuenta de que no sacaba nada y comenzaría a desesperarse, y eso lo sabía la religiosa. «De momento te quedarás conmigo. No permitiré que te lleven», musitaba confusa y nerviosamente, mientras daba unos pasos hacia delante y hacia atrás, sin saber qué determinación tomar y achuchando al bebé cada vez más fuerte. Sin embargo, su deseo se desvanecía cuando pensaba la manera de alimentarlo y en dónde dejarlo sin que las demás hermanas lo supieran. «No, no puede ser. Si te pasara algo no me lo perdonaría jamás». En su conciencia había un encarnizado conflicto: por una parte, el corazón quería quedárselo, pero la mente le obligaba a hacer lo más lógico, que era informar a la Abadesa. Esto último fue lo que la forzó a proteger al bebé de la lluvia y al fin cruzar la calle para dirigirse a la puerta cuyo juego de llaves aún colgaba de la cerradura. «Soy una vieja loca e ingenua. ¿Cómo puedo pensar en quedármelo?», se decía a sí misma resignada y ya convencida de la resolución que creía más correcta.

Pero justo cuando procedía a abrir la puerta, un trueno muy cercano sonó de repente con gran estrépito. El crío se asustó y comenzó a llorar con más fuerza que antes. La hermana Clarisa sobresaltada creyó que era la señal divina de que no debía entrar, y se apartó rápidamente de la puerta para que no escucharan el desconsolado llanto del bebé. De nuevo aferró al crío sobre su pecho y volvió sobre sus pasos para refugiarse bajo el enchapado. Por su mente pasó de nuevo la idea de quedárselo, retomando el fuerte conflicto interno. La criatura comenzó a patalear contento, dibujando una sonrisa en su rostro, parecía saciarse de cada pensamiento que la vieja Clarisa dibujaba en su cabeza. «¿Quién eres?» le preguntó mirándolo con dulzura y sabiendo que no iba a obtener respuesta alguna.

La lluvia continuaba derramándose sobre la calle, y los salideros de azoteas y balcones caían como caños de manantiales. Los sumideros parecían empachados de tanto líquido cristalino. Y Sor María se desesperaba por momentos: «¿qué debo hacer? ¿A quién puedo acudir? ¡Las niñas también están demasiado lejos!», se decía a sí misma. Era primordial actuar con rapidez, ya que el bebé tenía mucha hambre y peligraba de coger una pulmonía. De repente le vino un nombre a la cabeza: «¡Feliciano! ¡Eso es! Es un hombre bueno y nos ayudará», pensó decidida. Con extremo cuidado, introdujo al crío en la cesta de mimbre, lo cubrió bien con su mantita color cielo, y portando el capacho sobre la cadera izquierda caminó cojeando pegada a la pared hasta salir de la callejuela. Moviéndose entre las sombras, pasó por la puerta principal del convento como si fuese una fugada reclusa. Se dirigió hacia el oriente, salió de la calle Águilas para cruzar la Plaza de Pilatos, y por la calle San Esteban se encaminó a las afueras de la ciudad. El dolor y la fatiga ya eran insoportables.

Convencida de ello, la casa del viejo Feliciano, situada casi a las afueras de Sevilla, era la mejor opción, ya que se encontraba a tan solo cinco minutos del convento. La vivienda disponía de un descuidado y pequeño terreno cercado por una valla de alambres, cuyo cobertizo lo tenía adosado a las espaldas, y en donde daba cobijo a su burra, además de algunas gallinas. 

El enorme perro mastín comenzó a ladrar corriendo nervioso hacia la verja, y el hombre, alarmado, miró por la ventana impregnada de vaho:

—¿Quién diablos será a estas horas, y con este tiempo? —refunfuñó poniéndose las zapatillas. El viejo se dirigió a la puerta, cogió una bota de vino que tenía colgando de la misma y se la empinó. Después, con una mano agarró el paraguas con una varilla rota, y con la otra una gran cachiporra que tenía justo detrás; elaborada ésta de la rama de un olivo, y en cuyo extremo abultaba un enorme nudo. Parecía que el tiempo y el uso se habían encargado de pulir y abrillantar la superficie de aquella herramienta de apoyo. De hecho, la misma grasa de las manos había conseguido una ligera y oscurecida capa de protección contra la humedad y otros agentes externos. Le fue heredada de su padre; una pertenencia a la que le procesaba un sentimiento especial. Últimamente, la utilizaba para apoyarse cuando caminaba, pero también es bueno contar que le sirvió de defensa contra delincuentes y desalmados; algunos probaron en sus lomos su gran poder de convicción. El viejo, armado con todo su arsenal, salió decidido a ver quién estaba molestando:

—¡Quién va! —gritó de forma contundente e intimidatoria una silueta gigantesca, intentando ver tras la cortina de lluvia.

La sombra alargada, proyectada por la luz del candelero que pendía desde el interior de la casa, realzaba aún más su enorme figura, y ésta parecía protestar a los pies de la hermana Clarisa.

Pero al reparar en el hábito de la monja se tranquilizó:

—¡Lo ziento, hermana! ¡Hoy no me han quedao huevos!  —gritó en la distancia. Creyendo que pedía el sobrante para el convento. 

—No es eso. Por favor, Feliciano, abre la cancela —suplicó exhausta y empapada la anciana, mientras protegía la cesta bajo su encorvado cuerpo.

—¡Pero…! ¿Qué coño…? —gruñó después de intuir entre el sonido de la lluvia el llanto desconsolado de un bebé.

Feliciano Montesinos, desconcertado, silbó al perro que aún ladraba, y éste, metiendo el rabo entre las patas desapareció del lugar. Soltó la cachiporra rápidamente. Su enorme mano agarró la cesta de mimbre con el bebé en su interior como si se tratase de una simple canastilla del pan y, protegiéndola de la lluvia, entraron precipitadamente.

La chabola disponía de tres piezas: la principal, donde cocinaba, comía y dormía; un pequeño aseo con un agujero en el suelo y una palangana medio desconchada; y, por último, una habitación que tenía bajo llave. El desorden y la falta de limpieza era la tónica principal desde hacía algo más de dos años, justo el tiempo que había transcurrido desde la pérdida de su «querida Antonia», esposa y compañera de dos tercios de su vida. Desde entonces, parecía que el suelo no había visto una fregona, ni los escasos y humildes muebles un trapo. Un olor insoportable y grasiento lo impregnaba todo, como si se respirase los vapores de mil pucheros en descomposición; tal era el miasma que emitía la estancia. Peor aún, ya que de más está describir la situación en que se encontraba el aseo, si a aquello se le pudiese llamar así.

—¡Hermana! ¿Qué hace usted con esta criaturita? —le preguntó curioso, con el ceño fruncido, justo antes de soltar la cesta sobre la mesa. Acto que hizo después de apartar una vieja radio de madera, cuyos noticiarios matinales le ofrecían habitualmente compañía. Sus cejas caracoleadas, gruesas y grises parecían enredarse en mitad de la frente, una frente que se ocultaba casi en su totalidad por una abundante melena canosa, cosa que lo hacía más joven de lo que era en realidad, pues sus sesenta y ocho años recién cumplidos no era ningún impedimento para seguir conservando un poderoso físico además de una naturaleza de acero. Por ello, raras veces la enfermedad lo doblegaba, y cuando lo hacía su recuperación era algo extraordinaria.

El agotamiento y el calor de las ascuas de la chimenea hicieron dormir al crío. Feliciano, a demanda de Sor María, cambió inmediatamente la mantita celeste —que, aunque la anciana supo proteger, estaba algo humedecida por la lluvia— por una manta limpia y seca. Mientras el viejo lo hacía, ella se preguntaba: «¿será consciente este pobre hombre de lo mal que huele su casa? ¿Cómo puedo hacérselo saber sin que se ofenda?». Mientras meditaba en ello, contestó a su consulta:

—Lo encontré abandonado cerca del convento —dijo aún meditativa y con el imperioso deseo de colocar el pañuelo sobre la nariz; sin embargo, por respeto aguantó estoicamente.

La respuesta de la monja descolocó aún más a Feliciano, que todavía no se explicaba la extraña situación.

—¿Y por qué no lo llevó usted al convento? Seguro que allí bien saben qué hacer con él.

—Es una larga historia —argumentó la anciana.

Hubo un instante de incertidumbre por parte de Feliciano, cosa que ella percibió de inmediato. La pose rígida y amenazadora del viejo parecía aguardar una contestación convincente.

—Verá usted… —expresó tras una pausa— Se lo contaré todo, pero antes de hacerlo, permítame que abra la ventana. Una vieja chocha como yo necesita aire fresco para expresar lo que sus oídos van a recibir.

Al fin, la religiosa, no tuvo otra opción de llevarse el pañuelo a la nariz y disimular que estaba resfriada. Tal y como manifestó, agarró una silla y sentada bajo el aire húmedo que parecía conquistar la estancia a través del ventanuco, se dispuso a detallar todo cuanto le había sucedido, inclusive la mística percepción que tuvo. El hombre de pocas palabras escuchaba con respeto y atendía todo lo expuesto por la anciana. Mas sus inexpresivos ojos negros evitaban mirarla; ahora era él quien disimulaba, aunque lo hacía por una causa muy distinta: «esta vieja está peor de lo que yo pensaba», se decía para sus adentros.

Al concluir dicha explicación, hubo otro momento de silencio, tal vez más tenso que el anterior, en el que únicamente se oía del exterior la llovizna caer sobre un charco de agua, además de una gota que se precipitaba sin descanso en el interior de un cubo metálico que había sobre el viejo y roído mueble bajo de la cocina, al que le faltaban las dos puertas. Tal era lo caótico del ambiente.

—¿Sabe usted, hermana? —dijo al fin Feliciano, casi sin dirigirle la mirada.

El hombre arrimó su silla frente a la chimenea, frotó sus encalladas manos acercándolas a las ascuas, e hizo una pausa al igual que un General cuando va a elegir el momento del ataque. 

—Hermana, usted me conoce bien. Incluso cuando vivía con mi Antonia he sido un hombre solitario. No me gusta tené relación con la gente. Soy así de raro, qué le vamos hazé. Hace tiempo que no puedo dormí cuatro horas seguías, y todavía no ha amanecío cuando ya estoy en planta; limpio el cobertizo, y doy de comé a mis animales, luego le pongo la alforja a mi Parda, y cojo camino al horno de pan de los Fernández, que como usted sabe, está a media hora de aquí. Después cargo la burra to lo que puedo, y reparto a los vecinos del barrio. Y eso mismo lo repito un par de veces en la jorná, siete días a la semana, sin descansá. Llevo haciendo esto toa mi vida. No sé hacer otra cosa que trabajar duro. Gracia a eso no debo na a nadie. ¡Si de verdad existiera Dios no habría permitío que se llevara a mi Antonia! —concluyó desafiante, sin volver el rostro, mientras lanzaba un trozo de leña al fuego.

—No he venido para convencerle de nada —saltó la monja—. Tan sólo he acudido a usted porque no tenía a nadie más cerca en quien confiar. Como bien dice, le conozco, es usted un buen hombre, y sé que no revelará mi secreto. Entiendo su despecho, y hasta su falta de fe, pero lo que me ha sucedido es tan cierto como que estoy aquí sentada ahora mismo. Y le repito de nuevo: no trato de convencerle, únicamente necesito que me ayude. Lo que he sentido hace un rato ni siquiera me atrevería a contarlo en el convento. Esta criatura ha de seguir un camino, y ese no es precisamente pasar por él. Creo que si su mamá lo hubiese querido así, lo habría dejado en la puerta principal, por donde el transito es mucho más frecuente. Incluso habría llamado a la puerta para que lo recogiesen.

—¡Por Dios, hermana! —interrumpió Feliciano, intentando aportar algo de lógica— Está claro que esa mujé trataba de ocultá su identidad.

—Lo que usted dice es posible. ¡Pero lo que he sentido es más extraño de lo que me es posible expresar! —recordaba casi meditando— Algo pareció tocarme, y me hizo poner la piel de gallina. ¡Dios mío! Y todo porque esta tarde me he retrasado en casa de mis niñas. Estoy confusa, Feliciano. ¿Cree usted que serán cosas de mi edad? ¿Estaré chocheando?

La vieja Clarisa, aún aturdida, no conseguía dar una explicación razonable a lo que le había sucedido.

—No le dé más vueltas, hermana. Eso son casualidades de la vida. Enajenaciones de la vejez. Yo también las tengo a veces. Venga, le prepararé un vaso de leche caliente y un buen trozo de pan.

—¿Casualidades? ¿Usted piensa que son casualidades? Mire, no le puedo asegurar de que exista Dios, pero sí que hay algo que nos guía por un camino, sólo que a veces no sabemos dejarnos llevar, y tomamos el camino incorrecto. Hay hechos en nuestra vida que no damos la importancia que se merecen, pero que después con el tiempo van cobrando valor, los recordamos y conseguimos saber por qué y para qué se produjeron de esa forma. Créame, a lo largo de mi vida me han ocurrido cosas que no podría traducirlas en palabras —dijo pensativa, evocando algunos acontecimientos de su pasado.

—Como siga usted ahí empapada, va a cogé una buena pulmonía. Ande, siéntese aquí, arrimaita al fuego. ¡Y tómese esto, por lo que más quiera!

Sor María accedió con gusto. No sabía si la ventana abierta había tenido el efecto deseado, o bien su olfato comenzaba a acostumbrarse. De cualquier forma, ya hacía rato que empezaba a sentir frío por todo el cuerpo; el hábito, completamente mojado, se había adherido a su piel como una negra calcomanía.

Mientas tomaba el vaso de leche caliente y trataba de secarse al rescoldo, Feliciano se acercó a la cesta y, con sumo cuidado de no despertar al bebé, le descubrió un poco la cara y quedó largo rato mirándolo con cierta compasión. Algún tipo de nostalgia comenzaba a manar desde su lado más profundo.

—Hermana, ¿sabe usted que mi Antonia y yo siempre quizimo tené uno de estos? —expresó con su característico acento del sur y con brillo en los ojos—. Pero su Dios tampoco lo consintió. ¿Qué le he hecho yo pa que me castigara de esa manera? —Apretó con firmeza los puños. Después cogió de nuevo otro leño y lo echó con rabia al fuego. Las llamas protestaron fuertemente.

La religiosa continuaba escuchando atenta. El sonido que hacía la gota al precipitarse sin cesar dentro del cubo, ofrecía una atmósfera de soledad a aquellas tres solitarias almas; como si el mundo al completo estuviese deshabitado.

—Nunca fui creyente… —decía pausando en cada una de las frases—. Pero conocí a mi Antonia… Ella me lo inculcó… Me refiero a eso de la religión… Quería complacerla… Por eso la acompañaba a la iglesia to los domingos... Ese día se ponía su mejor vestido —las lágrimas comenzaban a brotarle. Pero no quería que la anciana lo viese en esas condiciones y enseguida apartaba la vista.

Feliciano siempre intentó ocultar sus sentimientos tras su máscara de acero, creyendo que de ese modo sería menos vulnerable ante la sociedad. Antonia, su esposa, supo sacar lo mejor de él, cosa que no siempre conseguía; aunque Feliciano sentía cierta liberación cuando ella lo hacía.

Por los vecinos era considerado «un hombre raro», aunque fiel siempre a su trabajo. La hermana María, que era el reflejo invertido de Feliciano, ya que físicamente podría ser la mitad de éste, parecía comprender su hermetismo, y trató de alentarlo:

—¡Un hombre no debe tener vergüenza de llorar!

Ésta se levantó, se quitó el hábito aún humedecido pegado a su cuerpo, lo puso sobre una silla frente al fuego, y quedó vestida sólo con las enaguas. Después, empujó a Feliciano a que se sentase junto a ella frente a la chimenea.

—Llora. Llora hijo mío. Llora, pues los hombres que saben llorar, serán los hombres buenos y nobles, aquellos que cambien el mundo.

Feliciano, sonrojado por mostrar sus sentimientos a la monja, y por lo violenta en que se había convertido la situación, miró a aquella pequeña y arrugada mujer con cierto aire de agradecimiento, hacía tiempo que no sentía algo parecido, y cuando le ocurría sólo era a través de las palabras de su esposa. Aquella noche, ambos, de alguna manera, desnudaron su alma. 

—No eres castigado por Dios, hermano. Dios solo ofrece oportunidades de liberación para el alma. La mayoría de las veces no lo vemos de esa manera y creemos ser duramente juzgado por él. Ni siquiera las personas que hacen el mal son juzgadas por mi Dios. 

—¿Cómo puede decí eso una religiosa? —interrumpió confundido.

—No malinterprete mis palabras. Soy una vieja y he recorrido mucho mundo y visto mucha miseria, y no sólo me refiero a la miseria de los corderos sino también la de los pastores. El Dios al que yo sigo establece múltiples caminos, desiguales todos ellos, para que nosotros escojamos. A menudo ese camino puede ser duro y fatigoso. Sin embargo, la intención de experimentarlo es siempre la misma, es llegar a saber quién eres en realidad, a recordar tu esencia.

—No entiendo muy bien lo que quiere decí, hermana. No soy muy ilustrao. Apenas sé escribí mi nombre, tan sólo sumá algún número pa que no me engañen. Pero sigo pensando que, si no existe el castigo, ¿por qué hay tanto sufrimiento en el mundo? ¿Acaso esta criaturita tiene culpa de que su madre lo haya abandonao? —cuestionó el viejo, negando con la cabeza.

—¡Ay, ay, ay!… Culpa y sufrimiento, sufrimiento y culpa, son dos reflejos desiguales, pero de una misma imagen; una imagen que estalla en pedazos cuando se entiende el significado de la aceptación —dijo la anciana mientras removía con el atizador los rescoldos; éstos volvieron a crepitar con fuerza.

Feliciano se rascaba la cabeza. Aquellas palabras lo perturbaron aún más. Seguía sin entender demasiado bien el significado de aquellas palabras. Sin embargo, esos mismos mensajes se incrustaron dentro de su alma como pequeños fragmentos de hielo que, con el tiempo, se fundirían para aliviar su sed.

El fuerte crujir de la leña ardiendo hizo despertar al bebé, y su estomaguito volvió a recordar el hambre que tenía llorando desconsoladamente.

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