PAN DURO - Acto 2

Y llegó…

Línea de tiempo 1909

Percibo las vibraciones de alta intensidad de la misma forma que tus ojos pueden observar los primeros rayos de sol al amanecer. Tal fue lo que me hizo retroceder hacia esta línea temporal; exactamente veintisiete años antes de que diera comienzo la guerra civil española. Innegable era por tanto que esos rayos de sol poseían tonalidades de colores y un brillo que hacía mucho tiempo no apreciaba. Aquello me llevó directamente a un lugar. Se trataba de una antigua capital situada al sur de España: la ciudad de Sevilla.

Apenas comenzaba a atardecer cuando ya en sus calles se respiraba una paz absoluta, casi sanadora podría decirse. La poderosa energía me atrajo justo hasta las proximidades de un patio de vecinos, de modo que me tomé la libertad de pasar a su interior. Una gruesa y antigua puerta de madera vieja se hallaba abierta de par en par, cuyo acceso a una especie de zaguán me dirigió directamente a un acogedor patio comunitario de forma cuadrangular. Gobernando la zona central había una pequeña fuente repleta de rosas; sus flores lucían rojas, blancas y amarillas. De las paredes encaladas colgaban pequeñas macetas de geranios y gitanillas. Múltiples colores cerraban el recinto, cuyo aroma es imposible de describir. Aquella cuadratura la completaba ocho columnas metálicas pintadas también de blanco, que se proyectaban majestuosas hacia el forjado del tejado. Un anillo en forma de pasillo exterior bordeaba toda la planta alta. Empezando a contar desde la izquierda, se hallaban las entradas a las cuatro viviendas que componían el patio de vecinos. Dispuestas en el mismo orden, y dibujadas en azulejos, se podía leer las letras de las diferentes viviendas: A, B, C y D. Hay cosas que no me es posible explicar con palabras, pero me dejé llevar hacia la puerta “B”. Y, nuevamente, volví a pasar sin llamar.

La humilde morada estaba compuesta por cuatro piezas, además de un pequeño recibidor. La principal y más grande, dónde sus ocupantes pasaban la mayor parte del día, se trataba de una sala de estar que hacía las veces de pequeño taller de costura. Al fondo, el acceso a una cocina comedor. Un pequeño baño a la izquierda. Y una escalera, adosada a la pared frontal, se proyectaba hacia un piso superior, cuya distribución consistía en dos habitaciones, una de ellas mucho mayor que la otra, la cual disfrutaba de un balcón al patio antes mencionado. Volviendo al piso inferior, me llamó la atención el aprovechamiento del espacio triangular que quedaba bajo la escalera; tal era para el almacenaje de una gran variedad de telas enrolladas y amontonadas sobre la esquina, además de una vieja máquina de coser y varias herramientas sobre una pequeña mesa de trabajo. Todo esto cubría de forma práctica y armoniosa el espacio.

Dos integrantes de una peculiar familia ocupaban la vivienda. Me refiero a las hermanas Isabel y Rosario Pineda, la primera con doce años de edad era un lustro mayor que la segunda. Isabel tenía el cabello rojizo y los ojos saltones, y su minúscula nariz parecía una peca más de su cara. Cepillar la rizada melena de Isabel era el juego preferido de la pequeña Rosario; así podía llevarse horas. Cosa que, aunque a veces pudiera molestar a su primogénita, ésta aguantaba estoicamente el juego caprichoso de su hermanita: «te peinaré hasta que consiga quitarte estos caracoles» decía inocentemente casi cantando. A Isabel esto le hacía gracia. Lo contrario para Rosario, pues ésta lo tenía oscuro y liso. No llegaba a comprender cómo su hermana lo tenía tan ondulado. Isabel se desvivía por Rosario, que fue como su madre. La pequeña, de entonces sólo siete años de edad, tenía un semblante dulce, y las mejillas redondeadas estaban encendidas como si pareciese estar siempre abochornada, cosa que retrataba bastante bien su carácter tímido e introvertido. Es curioso, pero en los rostros humanos parece haber algún reflejo del alma. Sin embargo, la naturaleza noble de la niña algo exagerada, en ocasiones la podía hacer presa fácil para los depredadores, ya que su ingenuidad podía delatarla. No obstante, Isabel, con un carácter más duro y resuelto, la advertía siempre de los peligros: «cuídate de la gente desconocida». Efectivamente, las vibraciones de ambas hermanas se integraban a la perfección, cuya bella y amorosa relación me entusiasmó poder estudiar.

Tristemente, los progenitores fueron personajes secundarios en sus vidas. A raíz de la desgraciada y temprana desaparición de la figura paternal, la señora Inés se vio obligada a salir de casa en busca de sustento. Sin embargo, la desdicha no cesaría, poco tiempo después convaleció de una enfermedad pulmonar, por lo que quedó postrada en una cama. Este hecho provocó en la pequeña Isabel una prematura responsabilidad. Rosario, o «Charini», como le gustaba llamarla su madre, hacía las veces de enfermera, cuyas medicinas hubieron de sacarse de los escasos ahorros. Isabel apenas había cumplido una docena de años cuando comenzó a pedir limosna por las calles. Algunos vecinos condescendientes les enviaban alimentos.

Esta lastimosa situación, que se prolongaría en el tiempo, llegó a oídos de Sor María, una religiosa entrada en años que a diario visitaba a los necesitados. La hermana Clarisa pertenecía al convento Santa María de Jesús. Y gracias a ella esta comunidad religiosa pudo hacerse cargo de la familia. Con el tiempo, las monjas enseñaron el arte de la costura a Isabel, también les consiguieron trabajos de hilvanar, hacer dobladillos u otros arreglos de costura menores. Poco a poco, las familias, cuyo nivel adquisitivo permitía el lujo de contratar dichas labores, confiaron en el trabajo brillante de la joven, por lo que cada vez fue ganando mayor clientela. A partir de ese momento, Sor María, «la maestra» como comenzó a llamarla en aquel tiempo, se convirtió en su gran guía, ya que fue una influencia importante para Isabel. Aunque significativa, la diferencia de edad no fue en absoluto un impedimento para que, con el paso de los años, fraguasen una tierna relación que se extendió más allá de la amistad.

La salud de la señora Inés no fue mejorando. Sentía cómo si la vida fuese despidiéndose de ella. El triste desenlace llegó, y ambas hermanas quedaron sumergidas en la más profunda amargura. La desolación fue tal para las jóvenes que Sor María tuvo que alimentarlas durante varios meses. Dada su particularidad y trascendencia en esta historia, es menester dedicar unas líneas a la Clarisa. Físicamente era lo que soléis llamar «poca cosa»: delgada y pequeña de estatura. Los años parecían cargar sobre su espalda, que la encorvaba ligeramente, y la piel de su cara iba cayendo como surcos de arena blanca. Podía fácilmente identificarse a varias manzanas de distancia, porque al caminar renqueaba de una cadera. Su apariencia era tan frágil y transparente como un recipiente de cristal; sin embargo, su alma rezumaba una luz brillante como la del Sol. Con frecuencia los humanos valoráis el contenedor y no el contenido. Esta extraordinaria mujer tenía el corazón noble y hermoso como sus ojos, que, aunque pequeños y oscuros, eran intensamente penetrantes. El semblante en su conjunto manifestaba un estado de constante paz y serenidad, con cuya sonrisa también hacía contagiar al prójimo. Podría decirse que esta era su tarjeta de visita. Virtud que la «madrecita», como solían llamarla algunos conciudadanos de forma cariñosa, adornaba con la excelencia de sus modales casi orientales; tal era una leve inclinación de su cuerpo a toda persona que se cruzaba con ella. En sus numerosos paseos por la ciudad me fascinaba observar cuando, ante cualquier discusión entre vecinos, esta mujer se detenía y mediaba para enseguida poner paz; únicamente necesitaba una expresión cautivadora y un par de frases bien almibaradas para lograr que ambos se dieran la mano. Sí, algo tenía en su vocabulario que podía hacer música con las palabras justas. Así era. Poseía un especial don para amansar a las fieras, y que éstas comieran de su mano. Su vibración era extraordinaria, yo diría que fuera de lo común. Este hecho fue precisamente lo que hizo detenerme ante ella. Entonces resolví que mi búsqueda había llegado a su fin. Ahora tocaba observarla con mayor profundidad. Asegurarme de que mi elección no fuese más que un error de apreciación. De modo que, durante unos días me vi con la necesidad de seguirla a todas partes, de inmiscuirme en su día a día. Sin embargo, tan sólo fueron imprescindibles dos jornadas para comprobar que la elección la correcta.

Las líneas de tiempo así me lo confirmaron.

Como iba diciendo, la Clarisa disponía de una generosidad fuera de lo común. No obstante, en el convento no todas las monjas disfrutaban de la misma condición, pues pude percibir en algunas de sus compañeras un ligero hilo de aspereza, quizá motivado por celos o envidias ante la admiración de otras hermanas. Cosa que no fue la intensión de la vieja monja. De hecho, cuando sospechaba que sus acciones podían generar ciertas molestias entre las religiosas, ésta las ejecutaba siempre bajo un velo de ocultismo. Sí, disimulaba los hechos, aunque éstos fuesen benevolentes. Era su gran humildad lo que cautivaba mi atención; su carencia de ego. Sin embargo, la rebeldía que mostraba ante las injusticias era lo que más admiraba de ella. Aunque religiosa, era una mujer independiente que tenía sus propios principios. Si bien, la responsabilidad era absoluta en el convento, la congregación no era lo que más le preocupaba ni mucho menos, sino la gente del pueblo, y la educación de los niños. «La verdadera espiritualidad no se encuentra en las iglesias, hay que buscarla en los corazones de las personas», solía decir sin importarle quién tenía delante. Allí por donde pasaba le gustaba cultivar la conciencia. Otra cuestión relevante era que, antes que ninguna otra cosa, por encima incluso de la espiritualidad o de la educación, intentaba ayudar a los pobres a alimentarse. Explicaba que «para que funcione la cabeza y el corazón, primero era necesario saciar al estómago. Y únicamente cuando estamos bien alimentados, el alma puede continuar por su camino». Sin duda, era admirable esta mujer. Como mera curiosidad, era divertido observarla cuando, siempre que le era posible, cuando almorzaba con las hermanas del convento, conseguía esconder con inocente picardía una pieza de pan bajo su hábito. Y aunque reconozco que aquella escena me parecía un tanto cómica, porque el arte de disimular no era su fuerte, no dejaba de sorprenderme. Más tarde, en su habitual caminata, ofrecía el pan sustraído a los niños de las familias más pobres.

Tras unos días conociendo a la Hermana María volví de inmediato a las vibraciones, algo deterioradas tengo que decir, de las pequeñas Isabel y Rosario.

Los años pasaron, y la dura infancia erosionó de tal manera el alma de Isabel que olvidó ser ella misma. Ya una mujer añoraba tiempos en que pudo ser una niña, pues nunca llegó a serlo. Gran parte de su infancia fue convertida en una especie de autómata al servicio de su hermana pequeña, no porque ésta se lo demandara, sino porque sentía la responsabilidad de cuidarla. Probablemente las últimas palabras de su madre antes de expirar tuvieron algo que ver, ya que se grabaron en su mente como la marca dejada con un hierro incandescente: «Hija mía, prométeme que cuando yo me vaya cuidarás de tu hermanita». De modo que para Isabel la vida no tenía sentido si no cumplía la petición de su amada madre. Cada paso que daba era exclusivamente pensando en su hermana Rosario, y así fue durante el transcurso de toda su existencia.

Llegado a este punto, puedes plantearte la pregunta de quién amó más a quién: si la pequeña Rosario por la protección y cuidados recibidos de su hermana Isabel, o Isabel correspondiendo al último suspiro de la madre. En cualquier caso, ambas amaron a su manera, de forma pura y transparente. En cuanto a Rosario, se podría decir de ella que tenía una personalidad un tanto retraída, poco dada a las confrontaciones, probablemente debido a la sobreprotección que su hermana ejercía sobre ella. Pocas veces se le escuchó alzar la voz más de lo normal, ni tan siquiera cuando necesitaba pedir algo desde otra estancia de la casa. Cuando se trataba de tomar alguna decisión importante, sentía mayor tranquilidad si Isabel la tomaba por ella. De hecho, y aunque no llegaba a ser grave, tomar la iniciativa era algo que le producía inestabilidad emocional. No obstante, habría que decir a su favor que la comunicación era su punto fuerte, una virtud la cual disfrutaba. La delicadeza con la que Rosario se dirigía a los demás era algo innato en su naturaleza. Al igual que su hermana, había aprendido el arte de coser. El vecindario de menos recursos la apreciaba bastante, porque también se prestaba a hacer favores de costura, se puede decir que gozaba haciéndolos. Disponía de una creatividad algo especial, unas manos que parecían hechas para la aguja e hilo.

Regresando a Isabel, como ya sabe el lector, la mayor de la dos, cabría destacar que era una mujer de fuerte carácter, sin remilgos podría decirse. Sus conversaciones, si pudiéramos llamarlas de esta forma, eran generalmente cortas. Como soléis decir: «iba al grano». Andaba por la vida como si le faltase tiempo para todo. Si bien, digno sería comentar que tenía un trato bastante correcto y amable. Y al igual que Rosario, su condición no era para nada egoísta, aunque a veces, de cara a la galería exterior, pudiera parecer lo contrario. De hecho, enseñó un sinfín de cosas a su hermana además de la costura: «para que puedas defenderte en la vida», le decía con dulzura. Si pudiéramos definir su naturaleza con solo dos palabras, éstas serían: roca cálida. Roca, por su duro, fuerte e inflexible carácter; y cálida, por la amabilidad y empatía que mostraba a las personas que verdaderamente le importaban. Aunque quizás era algo más que empatía lo que manifestaba por alguien en especial que conoceremos a continuación, en lo que llamaré primera sincronicidad.

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