PAN DURO - Acto 10

Donde Joel siente latir su corazón 

Este es un punto importante de esta línea de tiempo, y por ello me desplazaré adelante un par de años, exactamente a 1936, allá por el mes de julio. La Segunda República española comenzaba a sentir que sus quebradizos muros eran golpeados por una crisis política, social y religiosa, que finalmente desencadenaría en una guerra civil.

Por suerte para Joel aún tenía dieciséis años, de modo que evitó ir al frente. Esta particularidad lo protegió de actuar directamente en aquel desafortunado hito de la historia española. A Carlos, su inseparable amigo, le ocurrió exactamente lo mismo. Sin embargo, otros conocidos, vecinos y compañeros sí que cumplían el requisito de la edad.

La tristeza invadió su pecho durante meses. Joel no conseguía entender el porqué de aquella estúpida lucha de ideologías, incluso a veces entre miembros de una misma familia. Tal cosa lo trastocó tanto que dedicaría gran parte de su tiempo en descubrir el motivo de tan inútil enfrentamiento. «¿Qué impulsa a la gente a sentirse tan separada en cuestiones políticas o religiosas?», esto era lo que resonaba continuamente en su interior. Una mentalidad que forjó gracias a las largas conversaciones que el pasado mantuvo con su abuela, y que Joel disfrutaba como pocos chicos de su edad podían hacerlo con temas tan trascendentales e inmateriales como los desarrollados por ambos, a menudo consultados minuciosamente en los múltiples libros que heredó de ella. Había tardes en las que se pasaba leyendo encerrado en su habitación. Un vaso de leche templada y un trozo de pan con mantequilla era todo cuanto necesitaba; merienda que la mayoría de las veces se unía con la cena, y que en una bandeja de madera barnizada le servía, junto a un beso cariñoso en la frente, una de sus dos madres: bien Isabel, bien Rosario, eso dependía de lo que los encargos de costura demandasen en aquel momento. «Cariño, no te acuestes demasiado tarde», le aconsejaban antes de cerrar la puerta. Si Joel podía disfrutar de alguna pasión, aquella era la lectura, cualquier tipo le era válido; sin embargo, un interés especial lo inclinaba a la investigación del comportamiento humano, daba igual en los ámbitos que fuese.

Varias baldas de madera, sujetas a la pared por una cuerda e instaladas por él mismo, contenían al menos mil ejemplares exquisitamente ordenados. Bajo éstos, una pequeña mesa de estudio. Efectivamente, era su rincón más preciado, su tesoro particular. Donde daba rienda suelta a su imaginación. Los ideales que pasaban por su cabeza a menudo iban dedicados al conocimiento, pero también a la justicia, incluso, por qué no decirlo, a una realidad más allá de cualquier consideración práctica de una sociedad en decadencia. De todos aquellos libros extrajo su propio enriquecimiento personal, tanto filosófico como antropológico. Estudiaba toda clase de religiones existentes en el mundo. Y llegó a descubrir un aspecto fundamental, común en todas ellas; no importaba qué creencia vinculara al hombre, porque Joel observaba continuamente en aquellas escrituras que siempre existía una palabra en común: Amor. «No puede ser un error algo de lo que el mundo entero está de acuerdo, y en todas las etapas de la historia», meditaba mientras aspiraba el aire de las páginas de algún grueso y viejo tomo. «Pero, debe existir un eslabón que aún no he encontrado que dé sentido a tanta miseria en la condición humana». Reflexión que se hacía cada vez más poderosa y sustancial en su mente a medida que buscaba ese eslabón perdido. Sin embargo, su alma parecía traer consigo algo más que la sed del conocimiento. Tales eran las evocaciones que se esfumaban como el humo de tabaco entre los dedos de la mano de un chamán. Como si presintiera lo que es correcto de lo que no. Se trataba de algo que escapaba a toda lógica humana, a todo lo racional; su sospecha lo impulsaba a pensar que debía haber algo mucho más decisivo de lo que podía intuir. Para llegar a este punto fue decisiva la experiencia que le aporté de pequeño tras morir Capote, su perro mastín. Desde entonces con una amplia motivación a emprender un camino que lo llevase a la búsqueda de la verdad.

La tarde del viernes, víspera del desafortunado acontecimiento bélico, incluso olvidó tomarse el vaso de leche. Se hizo de noche. Y una voz dulce y maternal de detrás de la puerta le recordó que tenía que poner el despertador media hora antes. Los encargos de pan eran algo más numerosos los sábados que los días de entresemana.

—Sí, mamá, ya lo he hecho —contestó en voz alta.

Con un golpe seco y afanoso cerró uno de los tres libros que tenía abierto sobre la mesa. Y como si estuviese acariciando los pétalos dorados de una rosa los fue colocando de uno en uno en los estantes. Pellizcó la lamparilla del escritorio y se fue a la cama agotado. Tendido sobre las blancas sábanas, y una vez que sus ojos se acostumbraron a la tenue luz que penetraba a través de la ventana, pensaba en todo aquello que había leído. Meditaba en todas las cosas que podrían hacerse para mejorar el mundo. Después, imaginó figuras en el techo producidas por los reflejos del exterior, momento en el cual recordó a Platón y a su Alegoría de la Caverna. «¿Y si el mundo se debe a una simple ilusión mental? ¿Y si todo es una mentira?». Luego se puso de lado, en forma de cuatro, mirando hacia la fuente de los reflejos. Y antes de cerrar los ojos volvió a reflexionar durante unos minutos. Y decidió que a partir del día siguiente trataría de encontrar la respuesta fuera de esas cuatro paredes, en el exterior, algo que ofreciera una solución a aquellas incógnitas.

El viejo Feliciano lo esperaba más nervioso que de costumbre. Aún no habían salido los primeros rayos de sol.

—¡Venga, chiquillo! —protestó esperándolo en la puerta—. Creí que te habías olvidao.

Joel respetaba la rectitud de su tío, y lo quería como si de su padre se tratase. Del mismo modo Feliciano lo daría todo por él, y eso el joven lo percibía. Desde que casi llevaba pañales trató de inculcarle su sabiduría extraída de todas sus experiencias. También Joel se nutrió de sus valores, tales como el deber, la responsabilidad, el compromiso, el desempeño, la constancia… También desarrolló de su tío cierta creatividad. Era como una especie de esponja que lo absorbía todo, tanto lo bueno como también lo malo; sin embargo, su gran capacidad de discernimiento hacía distinguir a la perfección aquellos dos extremos, extrayendo la esencia de la integración de ambos. Joel se hacía respetar, y no tenía reparos en defenderse. Lamentablemente, algunos vecinos confundieron su personalidad.

Feliciano sostenía a Pardita mientras Joel terminaba con los amarres del serón.

—Tío, ¿qué opinas de la vida? —Soltó un poco turbado. Desde hacía un rato no sabía cómo hacerle la pregunta. Jamás había hablado de tal cosa con él.

El viejo Feliciano quedó sin habla durante unos segundos. No esperaba una consulta tan incómoda.

—Hijo —dijo al fin, acariciando el cuello de la burra—, a eso tu abuela te hubiese contestao mejor que yo. Yo lo único que he hecho siempre ha sido trabajá duro, y no he tenio tiempo de pensar en esos menesteres.

Efectivamente, María le hubiese respondido con gusto, de no ser porque hacía ya cinco veranos que había abandonado su cuerpo; hecho que sucedió cuando Joel apenas tenía doce años. Quizás una edad demasiado temprana para reflexiones tan profundas.

Feliciano trató de esquivar la pregunta recurriendo a un drástico cambio de tema; para ello aprovechó una información que, si bien no quería ofrecérsela precisamente en ese mismo instante, ciertamente le valió para escabullir dicho compromiso.

—Hijo, el General Queipo de Llano ha tomao Sevilla. Lo han anunciao en Unión Radio Sevilla. Dicen que el ejército ya está recorriendo las calles. No te metas en ningún lío. Y namás acabe de repartir te viene pacá corriendo. ¿Tamos?

Efectivamente, el bando sublevado, en un alarde de astucia, y curiosamente con muy pocos soldados, había tomado la capital andaluza, mayoritariamente republicana; una de las plazas militares más influyentes de la península. El conflicto no había hecho más que comenzar. Y así lo informaba a Joel esa misma mañana el desencajado rostro de Feliciano.

«Algo no va bien», tal era lo que en su fuero interno presentía Joel. «¿Quién era ese tal General, y por qué motivo había tomado la ciudad?» Aunque aquella noticia no le había causado un temor especial, sí se mostraba desconcertado.

Mientras repartía el pan, Joel recorrió las calles del barrio pensando en conocer a la persona que había causado tal revuelo: «¿Tal vez, si le pregunto directamente a él?». Pero a nadie vio en especial. Tan sólo pudo comprobar, a diferencia de otras mañanas, nerviosas conversaciones en los patios de vecinos, o cortos diálogos entre la gente, y también que algunas personas se desplazaban más deprisa de lo normal.

El sol apretaba esa mañana de julio, y cuando esto coincidía con el fin de semana, Joel solía parar en una hermosa plaza de cuyo centro emergía una gran fuente de agua. Pardita lo agradecía enormemente y el joven aprovechaba para refrescarse. Aquel lugar solía ser frecuentado por mucha gente, un punto de encuentro para negociantes o simplemente para personas que disfrutaban del esparcimiento. Su maravillosa arquitectura estaba en sintonía con el abundante verde de los numerosos árboles y bellos jardines. Bancos bajo la sombra invitaban a la gente a disfrutar del reposo; algunos lo ocupaban hombres trajeados que leían el diario, cuyos zapatos eran abrillantados por muchachos que querían ganarse algunas monedas. Distinguidas señoras paseaban a sus bebés en los carritos. Y vendedores de periódicos gritaban a los cuatro vientos… Todo parecía extraordinariamente normal excepto por una cosa: la presencia militar alrededor de la plaza, y el claro desconcierto de algunos individuos que no dejaban de preguntarse qué estaba ocurriendo.

El incesante chisporroteo del agua de la fuente confinaba a Joel en una especie de burbuja cuyo momento lo aislaba de la realidad; un simple observador que gozaba ajeno al movimiento del mundo. Ante tanta expectación, Joel quiso hacer tiempo y decidió refrescarse más de lo habitual. Le agradaba sentir cómo las finísimas partículas culminaban sobre él hasta comprimir la húmeda camisa contra su cuerpo, como si de una calcomanía se tratase.

De repente, una fragancia que elevó su espíritu hasta sobrepasar los cielos le llamó poderosamente la atención. Se trataba del dulce rastro que dejaba tras de sí una joven y bella señorita, que cruzaba ante él asida del brazo de un apuesto caballero mucho mayor que ella. Trenzado su dorado cabello recorría una suave curva hasta precipitarse al final de la espalda. Un corpiño beige ajustaba la figura, hasta que explosionaba vertiginosamente en su parte superior. Y una falda alada color granate dejaba entrever sus esculturales piernas. Absorto ante aquella visión, Joel, por un momento, y por más que lo intentó, no pudo apartar la vista. El acompañante se hallaba tan expectante reparando en la procesión militar que no atendió la amplia sonrisa de la joven al observar divertida las condiciones en las que se encontraba Joel. Y fue tan fuerte el rubor de éste que casi podía observarse cómo la humedad de su rostro se transformaba en vapor de agua. Alejándose unos treinta pasos tomó la citada pareja un banco en situación algo sesgada al anonadado observador. Las miradas entre Joel y la joven comenzaron tímidamente a cruzarse entre sí, atravesando la fina cortina de moléculas de agua que despedía la fuente. El caballero aún ajeno a la situación explicaba a la señorita los entresijos de los militares. Ella, que parecía no presentar demasiado interés a la exposición del caballero, tan sólo asentía con la cabeza mientras dirigía fugazmente la vista hacia la figura del interesante joven. Joel, ocultándose tras las inquietas orejas de Pardita, giraba sus ojos buscando la imagen angelical. Por un momento se sintió ridículo, pero por nada del mundo deseaba que aquellos segundos de su existencia acabasen nunca. En el interior de su estómago explosionaba un nuevo universo, cuyos cuerpos celestes parecían querer salir disparados por la boca. Sintió morir y vivir al mismo tiempo. Sensación extraña y placentera a la vez que hasta aquella misma mañana de sábado jamás había experimentado.

Sin embargo, algo que le pareció familiar lo devolvió a la realidad. Tal cosa era una especie de chirriante sonido, como cuando las ruedas del tren se disponen a detenerse, que le atravesó ambos tímpanos hasta colisionar en su cerebro, despertándolo de golpe de aquel ensueño. Se trataba de su amigo Carlos, éste le silbaba desesperado desde la desembocadura de una calle. 

—¡Te has vuelto loco! —le reprendió casi susurrando una vez estaba frente a él.

—¿Qué pasa?

—¡Que qué pasa! Es la hija de don Miguel.

—¿Te refieres a ese que está a su lado? —preguntó Joel sin volver la cara hacia el objetivo.

—¡Sí! —afirmó con rotundidad al tiempo que con disimulo acariciaba el lomo de Parda.

Joel mostró alivio al pensar que en ningún caso se trataba del prometido de la chica.

—Creo que es capitán de la Guardia Civil —prosiguió Carlos.

—¿Qué hay de malo en eso?

—¿Has perdido la cabeza? ¿Sabes cómo se las gasta ese tío? ¿Cómo se te ocurre mirar a su hija de esa forma?

Joel, ignorando por completo las recomendaciones de Carlos, volvió de nuevo su rostro para intentar interceptar a la joven, pero las pulsaciones de su corazón se detuvieron cuando reparó en que ella había desaparecido. Momento en el cual todas las tinieblas del propio universo que él mismo había creado hacía tan sólo un instante, se postraron sobre su alma aplastándole en el barro salado de la amargura.

Fin del Acto 10

Nota del autor: Queridos lectores, me encuentro trabajando en la edición digital del libro completo. Serán 35 Actos más Epílogo.
En breve lo tendréis disponible para su adquisición.
Estad atentos a las actualizaciones de este blog.
Gracias por leerme.
Un abrazo
Jorge Ramos

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