PAN DURO - Acto 6

Le llamaremos…

Feliciano tenía prisas por llegar. Nunca recorrió las calles del barrio más rápido de lo que lo hizo aquella mañana. Su gran temor era que el crío despertase de un momento a otro pidiendo de comer, «y si eso pasa se descubrirá to el pasté. ¿Qué van a pensá los vecinos de mí?», se decía para sí mismo. Si bien, aunque Feliciano era un hombre apacible, cuando los nervios hacían acto de presencia su comportamiento cambiaba radicalmente; se convertía en un viejo bastante irascible y cabezota. Digamos que los cambios repentinos en su vida no los llevaba demasiado bien. Al imaginar que su temor se pudiese convertir en realidad, aquello le propiciaba varias revoluciones más a su corazón. En su rostro se iba dibujando una clara expresión de ansiedad, por lo que su mano derecha, encallada por el esfuerzo del trabajo diario, arreaba con fuerza en la grupa de la burra. El pobre animal, desconcertado, no sabía cómo responder a la señal, ya que jamás había recibido tales manotazos del viejo. Durante toda su vida, Parda nunca necesitó ir a más velocidad que la del propio ritmo que demandaba Feliciano, que normalmente era bastante pausado y tranquilo. Esa mañana su caminar era errático y discontinuo, sólo con detenerse a observar su comportamiento durante al menos unos segundos, cualquier vecino que lo conociese mínimamente sabría que algo en él no andaba del todo bien.

De modo que, el animal, movió fuertemente su cola, como queriendo apartar las moscas inexistentes y continuó con su aburrido paso firme, cosa que puso más nervioso al viejo. Hacía ya veinte años que la burra lo acompañaba a repartir el pan, casi los mismos que ésta tenía. El viejo y su mujer la asistieron en su nacimiento. La llamaron Parda por el color oscuro de su pelo, o Pardita, como gustaba a Antonia. Ambos habían generado un estrecho vínculo con el animal, más de lo que puede considerarse una amistad. Digamos que se entendían a la perfección. Desde entonces ayudaba a Feliciano a acarrear el pan, y las vecinas acostumbraban a recibirlo en sus puertas sin falta a la misma hora todas las mañanas. Sin embargo, ese día Feliciano y su burra pasaban de largo: «¡Eh, Feliciano, mi pan!», exclamaban confundidas las mujeres. En un acto de agilidad mental, cosa que por otra parte nunca fue su fuerte, contestaba: «Tengo que llevá unas herramientas. Ahora mismito vuelvo». Las vecinas no obstante fruncían el ceño, pues nunca lo habían visto actuar de esa manera, tan nervioso y tan perdido en sí mismo. Con el paso de los días, el cotilleo fue corriéndose como pólvora encendida, y creyeron saber el motivo, al menos eso pensaban ellas.

La hermana Clarisa, con claro gesto de preocupación, lo esperaba impaciente y temerosa en la entrada del patio de vecinos, domicilio donde residían Isabel y Rosario. Al fin le hizo una señal para que entrase con Parda hasta el interior del patio. Allí, cerciorándose de que todas las ventanas vecinales estaban aún cerradas completamente, la anciana cogió la cesta del interior de las alforjas de la burra y la introdujo dentro de la vivienda.

—¡Has tardado demasiado! —riñó la monja una vez dentro de la vivienda.

—¡Coño! ¿Qué hago si Pardita no quería corré más? ¡Esto es una locura! —protestó el viejo.

—Me tenías muy preocupada. ¿Alguien ha visto al niño?

—Nadie ha visto ná, hermana. Pero sigo pensando que esto no ha sido una buena idea —contestó aún nervioso.

Para cuando llegó Feliciano, la Clarisa ya había puesto al corriente a Isabel y Rosario; sin embargo, éstas se miraban desconcertadas sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. De hecho, pensaban que ambos viejos habían perdido la cabeza por completo.

—Madrecita —interrumpió Isabel—, lo que habéis hecho con el bebé es un buen acto de humanidad. Pero ahora debéis llevarlo de inmediato a la Casa Cuna, allí lo cuidarán y sabrán darle lo que necesita.

—¡De eso ni hablá! —saltó Feliciano, aún con claros síntomas de nerviosismo— Si queréis, llevarlo ustedes. Yo no me meto más en esto.

De repente el bebé comenzó a llorar con la misma desesperación que lo hizo la noche anterior. La hermana Clarisa lo sacó de la cesta y con delicadeza lo puso en brazos de Rosario, que, aunque tuviese tan sólo dieciocho años, ya estaba en disposición de sentir el instinto maternal. De inmediato, el crío detuvo su llanto al percibir el calor corporal y oír unas cuantas palabras tiernas y cariñosas que le propinó la muchacha, devolviendo una sonrisa a su joven protectora.

—¡Mira, Isabel, se ha callado conmigo! —exclamó con entusiasmo—. ¿No es una preciosidad?

El característico olor a bebé ya impregnaba toda la estancia, envolviéndola en un ambiente de armonía familiar. Isabel no pudo resistir la tentación y se acercó para mirar su carita. El crío, que advirtió la nueva presencia, comenzó a realizar gestos para llamar la atención, y de repente le alzó los bracitos. Parecía como si hubiese nacido entre aquellas paredes. Sin duda, el sueño reparador y el alimento le habían dado fuerzas para comenzar a juguetear; sentía ganas de experimentar. Aunque lejos de su madre biológica, la vibración percibida a su alrededor le parecía perfecta para comenzar una nueva vida.

Esta vez era Isabel la que disfrutaba en sus brazos plenamente del bebé. Los cuatro con gestos de placer en sus rostros parecían saborear aquel instante de felicidad. Sor María, en un acto de agradecimiento a Feliciano, y mientras sostenía fuertemente su enorme mano, le obsequió con una sonrisa, y éste se la devolvió de la misma forma. Sin embargo, su estado de nervios aún no había remitido; el viejo aún pensaba que todo aquello era una locura:

—Pero que conste que yo no tengo na que vé en tó este asunto. Isabelita tiene razón, hay que llevarlo a la Casa Cuna.

—No temas —tranquilizó la anciana—. Estoy segura que serás un buen ejemplo para él.

—¿Un ejemplo? —pensó Feliciano para sus adentros, todavía más confundido que antes.

No obstante, algunas preguntas lógicas comenzaron a sobrevolar sus cabezas. Y una de ellas tenía especialmente preocupada a Rosario:

—¿Madrecita, que diremos cuando los vecinos nos pregunten por el bebé?

—Diremos que es fruto de una sobrina de vuestro padre —contestó como si ya lo tuviese todo pensado—; y que ésta tuvo la desgracia de morir en el parto. Y su marido, al recibir la triste noticia enfermó de locura, por lo que no pudo hacerse cargo del crío.

—Y si quieren saber de dónde es —volvió a cuestionar la joven como cuando un niño está en la etapa de preguntarlo todo.

—Bueno —saltó de repente Feliciano—, podemos decí que es de donde trabajó vuestro padre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó esta vez la anciana.

—Que nació en El Pedroso. Es un pueblo de la Sierra Norte. Lo conozco por mi Antonia, que en paz descanse. Un familiar suyo era de ese lugá. Vuestro padre trabajaba en aquellas minas. Lo sé porque mi Antonia me lo dijo una vez.

—Entonces, no se hable más —interrumpió la Clarisa—. Creo que será una buena procedencia para el crío. De esa manera acallaremos bocas.

La anciana sabía perfectamente que sólo era cuestión de tiempo que la gente comenzara a hacer conjeturas, pero una buena coartada haría alejar cualquier indicio del delito, si esto pudiera llamarse de esta forma.

—¿Y cómo le llamaremos? —preguntó esta vez Isabel, la mayor de las dos hermanas, mientras mecía al bebé en sus brazos.

Ambas hermanas continuaban abstraídas mirándolo, mientras le hacían carantoñas.

—Me gusta Ángel, tiene carita de ángel —propuso Rosario.

—¡Ojú! ¡No! —protestó Feliciano—. Ese nombre me recuerda a mi cuñao. Nunca no hemos llevao bien.

—¿Qué os parece Pablo? —preguntó tímidamente Isabel, siempre me gustó este nombre.

—Humm, no sé…

—Y… ¿Por qué no este otro…?...

Así se llevaron varios minutos. A nadie le simpatizaba ninguna de las muchas propuestas. Parecía no existir un nombre apropiado para él. Si a alguien le agradaba alguno, al resto les disgustaba completamente. El caso era que no podían dar por concluida la reunión sin antes haber acordado un nombre.

Sor María, al recordar todo lo que aconteció la noche anterior cuando encontró a la criatura frente a la puerta trasera de su convento, las sensaciones y emociones que sintió instante antes de abrir la puerta, cuya extraña experiencia le marcaría para siempre la vida, hizo que le viniese a la cabeza un nombre poco común, pero que según ella sería el idóneo para niño.

—Le llamaremos Joel —soltó en voz alta y de forma convincente—. Joel Blanco Pineda, ese será su nombre completo.

—¡Blanco! ¿Por qué ese apellido? —frunció el ceño Feliciano.

—Es una larga historia. Pero hace honor a una buena persona que conocí cuando pequeña.

Todos se miraron esperando alguna reacción de alguien, pero nadie dijo nada. A todos parecía convencerles el nombre y el primer apellido. Al fin y al cabo, lo menos importante era cómo iban a llamarle. Cualquier nombre estaría bien. A partir de ese momento, Joel Blanco Pineda acababa de ser adoptado por una nueva familia, ciertamente peculiar; no obstante, no dejaba de ser una familia que lo cuidaría y amaría el resto de su vida.

Esa misma mañana, Feliciano terminó de repartir el pan más tarde que de costumbre, pero también más feliz, así lo mostraba las facciones de su rostro y el brillo de sus ojos. La gente comenzaba a cuestionar tanta felicidad, y los cuchicheos comenzaron a circular por toda la vecindad; a pesar de ello no le importaba lo más mínimo, sentía a Joel como al hijo que nunca pudo tener con su Antonia, cosa que comenzó a dar sentido nuevamente a su vida. A Isabel y Rosario —o las costureras, como las llamaban en el barrio—, sentían que el destino, al fin, les había obsequiado con este maravilloso regalo, y que ahora disfrutaban con mimo gracias a la acción arriesgada de una valiente monja que les ayudó cuando aún eran muy pequeñas, cuando el futuro que les deparaba parecía querer tomar una dramática línea de tiempo.

A consecuencia de todo aquello, Sor María dejó de serlo esa misma mañana. Abandonó los hábitos para extraordinaria sorpresa de las hermanas del convento, y se fue a vivir con Feliciano, sin otra pretensión que la de pasar sus últimos días libre de toda atadura religiosa. Aquella noche para ella tan especial le sirvió para meditar y digerir todas sus experiencias, cada una de las cuales le aportó lo necesario para ser la persona que era. Feliciano, con gusto, le habilitó el dormitorio que tenía cerrado desde que murió su esposa; él continuó durmiendo en el mismo colchón de la esquina junto a la chimenea. A cambio del espacio cedido por el viejo, la hermana María —María en adelante—, le ayudaba a limpiar y a hacer de comer. «Ahora la casa huele a mi Antonia», recordaba felizmente y en voz alta Feliciano. No hace falta decir que aquel escenario avivó mucho más las habladurías de algunos vecinos, promovido, como no, por la injusta y deshonesta actitud de doña Esperanza, y también de su suegra doña Carmen. Y tampoco hace falta imaginar que la vida de Joel se vio salpicada a causa de las circunstancias; pero eso se verá más adelante.

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