PAN DURO - Acto 8

Donde Joel experimenta…

Su gran inquietud por aprender y el paso de los años lo convirtió en un hombre entusiasmado por el conocimiento. Cuanto más se instruía más preguntas se hacía, por lo tanto, mayor era su necesidad de adentrarse en la búsqueda de la verdad. Buscó comprender la naturaleza de la vida, de sus formas, perfectas e imperfectas. Profundizó hacia los pasajes oscuros y fríos de la sociedad conociendo así su infinita complejidad. Nada le atraía más que la conciencia humana; el alma se había convertido para Joel Blanco Pineda en el misterio más insondable y absoluto; en una especie de cueva donde adentrarse hacia lo desconocido. De sus pocas aficiones ésta era la que más le apasionaba, cuyas continuas reflexiones lo motivaba a dar un paso más allá. No existe cosa más inquietante para el ser humano que el conocimiento de sí mismo.

Pero la vida continuaba, incluso para él. Salió de la escuela con once años porque «ya no tengo nada nuevo que aprender allí, y, además, necesitáis que os eche una mano», comentó una tarde a sus dos queridas madres; éstas, a su vez, lo consultaron con María y Feliciano. Las decisiones importantes que afectaban a Joel consideraban que debían tomarlas todos los miembros de la familia. Efectivamente, Joel era un chico adelantado para su edad. Pensó que quería ayudar en el aspecto económico, «trabajaré para llevar dinero a casa». Por aquel tiempo, los encargos de costura se habían reducido considerablemente, y el precio que los clientes pagaban por ello también. De modo que las necesidades económicas comenzaron a emerger en la familia. A esto se sumaba las continuas molestias cervicales de su tío Feliciano. «Ya no estoy pa muchos trotes», decía a su sobrino. Sin embargo, el viejo, observando que la situación familiar —porque él se sentía de la familia—, empeoraba día tras día, exageraba los problemas físicos que padecía. Su propósito no era otro que el de ofrecer el trabajo a Joel. «Un hombre tiene que endurecé las llagas de las manos, si no, no es un hombre», motivaba Feliciano al joven. Sólo le bastaron algunas jornadas instruirlo en la labor que él mismo había realizado toda su vida. Le enseñó a preparar a Pardita, a cargarla de pan en el horno de los hermanos Fernández, para luego repartirlo por todo el barrio, cuyo itinerario se repetía día tras día, a no ser que surgieran nuevos encargos, en cuyo caso eran siempre bienvenidos. No obstante, aunque aumentar las horas de trabajo se hacía también más agotador, «unas monedas más nunca vienen mal», se consolaba Joel secando el sudor de la frente, cuando éste se detenía un instante a descansar bajo la sombra de un viejo naranjo. Pausa que aprovechaba sin embargo para dar de beber a la burra.

Feliciano comenzó por ofrecer a su sobrino la mitad de las ganancias, y esto al muchacho le hacía ilusión: «¡mamitas, mirad cuánto dinerillo os traigo!», exclamaba entusiasmado mientras lo derramaba sobre el hule a cuadros de la mesa de la cocina. Más tarde, pasados ya tres años, el sueldo le fue entregado por completo al joven adolescente: «No puedo aceptarlo, tío», negó con la cabeza. «Toma, no seas cabezota, hijo. Tu abuela y yo tenemos suficiente como pa viví tranquilos el resto de nuestros días». Efectivamente, el tiempo no pasa en balde para nadie, y mucho menos para la desgastada abuela María, que ya apenas tenía cuerpo para caminar varios pasos. Por lo que Feliciano tuvo que encargarse del arte culinario, de mantener limpio el hogar e incluso de cuidar a María: «Lo hago con gusto» le decía a ella cuando ésta se lamentaba no poder ayudarle. 

Los vecinos terminaron por acostumbrarse a ver el nuevo rostro del repartidor de pan. Aquel chico de catorce años con pelo largo y rubio como el trigo, y de ojos grises propios de otro mundo hacía las delicias de casi todo el vecindario. Las chicas, que se sentían atraídas, solicitaban a sus madres salir ellas a recoger el pan, cosa que, por alguna extraña razón, en ocasiones denegaban tal deseo, o simplemente salían juntas a recibirle. Los chicos de su edad, algunos de ellos antiguos compañeros de colegio, lo invitaban con frecuencia a jugar al fútbol: «¿te vienes esta tarde? Jugamos contra los de la Plaza», le gritaba Carlos desde el descampado. Joel aceptaba con gusto porque, al igual que a la mayoría de los niños, le encantaba dar patadas a una pelota: «¡sí, pero cuando acabe de trabajar!», respondía desde la bocacalle. Carlos era su mejor amigo. Un chico resuelto y amable, de su misma edad. Su redondeado rostro cubierto de lunares, junto a un pelo color azabache, casi rapado, y una mirada pícara, hacía que a menudo la gente apresurase un concepto equivocado de él; si bien no mostraba un pelo de tonto, apenas llegaba a la calificación de granuja. Se podría decir que entre Carlos y Joel había una amistad más allá de la conveniencia individual. Y aunque cada cual podía defender su postura, de igual forma la complicidad que existía era respaldada por ambos. Cuando no había partido corrían hacia las numerosas huertas que había al este de la ciudad, y saltaban la valla de los campos de cultivos para substraer lo que hubiese en ese momento sembrado, dependiendo de la estación del año en que se encontraran: naranjas, patatas, aceitunas, melones, sandías o tomates..., cualquier producto con tal de que fuese comestible. Sin embargo, no pocas veces huyeron espantados a los gritos del guarda, para esconderse tras los matorrales y escapar de su fibrosa vara. Cuando tal cosa sucedía, el sudor les corría por la frente y una especie de fuego parecía salirles del corazón. Sintiéndose ya en un lugar seguro, la sonrisa pícara y triunfadora les marcaba el rostro a ambos. Aquello les hacía estar siempre en alerta. Podría decirse que aquella situación clandestina les producía una sensación casi placentera. Sin embargo, existía una buena causa detrás de tal comportamiento. La familia numerosa de Carlos era tan humilde que rozaba la pobreza, y a menudo la miseria les atenazaba sus estómagos. Seis miembros en total la constituían, una chica varios años menor que él y dos mellizos recién nacidos. La señora Graciela ya tenía bastante con sobrellevar la pesada carga de la casa además de cuidar y amamantar a los dos bebés. Su esposo era el señor Luciano, un tipo físicamente portentoso, sin estudios, de aspecto estresado y a veces mal humorado, le faltaban horas a la jornada que dedicaba como mozo de carga y descarga en la plaza de abastos del barrio, «mal pagao pa el esfuerzo que supone» protestaba. Efectivamente, un salario que apenas llegaba para cubrir la mitad de las necesidades de su familia. De modo que, cuando la señora Graciela veía aparecer a Joel y a su hijo Carlos con un melón cada uno, o con una bolsa de patatas, o ésta misma llena de naranjas, hacía la vista gorda con media sonrisa a la respuesta de «Carlitos», sabía perfectamente que no era tal y como su hijo decía: «madre, me lo ha dado para nosotros el señor del campo. ¿Verdad que es muy amable?» Creyendo salirse con la suya, ambos bribones cruzaban cómplices las miradas y luego salían corriendo por donde habían llegado. Es un hecho reseñable que el padre de familia, debido a su rectitud, jamás podía saber la forma en cómo se había conseguido aquellos alimentos; y esa información era algo que la madre sabía guardar a buen recaudo, al igual que Carlos, pues de lo contrario consecuencias peores que un castigo habría de soportar éste. Otro aspecto reseñable es que la mayoría de las ocasiones Joel no cobraba el encargo de pan a la señora Graciela, cosa que ella con lágrimas en los ojos le agradecía enormemente.

Para recuperarse de la jornada laboral, Joel disfrutaba en el cobertizo de una reponedora y necesaria siesta sobre el montón de paja, que luego Pardita comía. Y una vez que el calor amainaba lo suficiente, dedicaba algún tiempo a limpiar el gallinero, para luego poner punto y final al largo día en la gratificante tarea de la recogida de los huevos. Ésta era otra cualidad natural de Joel: la responsabilidad, a veces excesiva para su edad. Así pasaron varios años de su vida, tal vez los más tranquilos e inocentes.


Ya cumplidos los quince disponía de un físico envidiable. Podría decirse que tenía una figura atlética. Ciertamente, aparentaba tener algunos más. El duro sol de Sevilla había oscurecido algo su piel, y salpicado su agraciado rostro con algunas pecas que le daban cierta personalidad. El paso de los años había propiciado que su cabello adquiriese un tono más castaño que rubio, aunque su aspecto nórdico no había cambiado notablemente. Le caracterizaba un caminar presto y erguido que transmitía aires de seguridad y confianza. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era la enorme serenidad con la que podía relacionarse con los demás. Aunque la timidez lo delataba en ciertas ocasiones, la madurez que parecía representar en vista de todos no era la de un adolescente, sino más bien la de un muchacho de al menos una veintena de años o más. «Buenos días, Joel. ¿Cómo está tu tío hoy?», le preguntaban a su paso. «Muy bien, señora. Gracias. Hoy se ha levantado bastante mejor», contestaba con gratitud y sin ningún tipo de reparo. Incluso los hombres se burlaban cariñosamente de él: «¡Ehh, rubio! ¿Cuánto pan llevas vendido hoy?»; otros le decían: «¡Ven aquí, que te invitamos a una cervecita!». El muchacho simplemente sonreía y levantaba la palma de la mano a modo de saludo para seguir caminando.

Al amanecer, Joel despertaba escuchando el canto del gallo de algún corral cercano. Cubriéndose la cabeza con la almohada dormitaba al menos durante cinco minutos más. «Tengo que espabilarme» se intentaba convencer a sí mismo, quizá sumergido todavía en un espeso y lejano paraje de algún sueño. Es justo decir que rara vez lo conseguía. Punto en el cual entraba en acción el viejo despertador que recibió de su abuela María, «para ti, hijo. Yo ya no lo necesito». Entonces sí, como si ella misma lo zarandease, apenas quince segundos le bastaban para ponerse en pie y enfundarse lo que tenía a mano, que por otra parte repetía con frecuencia, cosa que indignaba tanto a Isabel como a Rosario: «¡Tienes ropa suficiente como para cambiarte todos los días!», protestaban con cariño, pues ellas mismas se la hacían. Después lo veían salir disparado hacia la puerta, eso sí, no antes de engullir el desayuno. Como digo, ambas disfrutaban haciéndole diferentes prendas, y él odiaba probárselas «para los últimos retoques», argumentaban ellas. Sin embargo, era raro verlo vestido con otra cosa que no fuese pantalones oscuros y camisa blanca, su vestuario preferido. Aunque a veces también podía llevar puesto un pantalón beige con una camiseta azul marina tipo saco. Comenzaba la jornada tomando un tazón de leche caliente con un buen trozo de pan que ya tenía servido sobre la mesa. Ambas se regocijaban sentadas junto a él viendo como devoraba el alimento. Un beso en la mejilla a cada una y un «hasta luego mamitas. ¡Os quiero!» era todo lo que decía para despedirse hasta el mediodía. Ciertamente, lo amaban con locura. Todos los días daban gracias a la vida por haberles sonreído de esa manera, por traerles el regalo más maravilloso que jamás hubiesen imaginado.

Como de costumbre, el «tío Feliciano» ya lo esperaba despierto, tieso como la garrota en la cual se apoyaba cada vez más: «¡Vamos chaval, los animales no entienden de horas!», le regañaba dándole una palmadita en el hombro, para verlo con satisfacción cómo se dirigía presto al «tajo». Feliciano, aunque Joel lo llamaba «tío», hacía las veces de abuelo y también de padre. No podía sentirse más dichoso el viejo. Al igual que las hermanas Isabel y Rosario, pensaba que al fin «Dios» le había enviado su recompensa al duro trabajo realizado durante toda su vida, y ésta era en forma de Joel. Para María, «su abuela», los sentimientos transcendían mucho más allá, sólo ella pudo experimentar lo que ocurrió en el callejón del convento aquella lluviosa noche. Siempre lo esperaba levantada con un bocadillo de tortilla en la mano, liado con mimo en papel y amarrado cuidadosamente con una guita. «Te vendrá bien a media mañana», le decía dándole un buen achuchón. Bien sabía que ese bocadillo le «volvía loco».  

Después de limpiar y dar de comer a los animales comenzaba, como todas las mañanas, a repartir el pan en compañía de la vieja burra Parda, a la que por otra parte adoraba. Cuando ésta, por alguna razón desconocida, consideraba no caminar más, Joel le susurraba dentro de sus grandes orejas. Nadie sabía lo que le transmitía, sin embargo, el pobre animal parecía entenderlo respondiendo con una sacudida de su cola, acompañado de un fuerte rebuzno. Había gente que no entendía tantos miramientos hacia el animal: «¡Ehh, muchacho, que es sólo una bestia! ¡Vamos, tráeme mi pan, que tengo prisa!», protestaba con prepotencia una señora. Él hacía caso omiso, lo primero para él era el cuidado de «Pardita». Si la notaba cansada se detenía cerca de una fuente y le daba de beber.

Como ya señalé con anterioridad, en un principio Joel era un adolescente algo retraído y vergonzoso, que se limitaba a hacer sin rechistar todo lo que le decían; sin embargo, pasados los años, los riscos del camino le habían dado cierta destreza a la hora de sortearlos. El tiempo además de las experiencias lograron endurecer su carácter, más aún con aquellas personas cuyas conciencias parecían tener olvidadas, o escondidas bajo llave en algún viejo y oscuro baúl. De modo que, si ahora debía replicar a alguna expresión injusta o inmoral, lo hacía sin censuras: «¡Señora, si quiere que le lleve su pan todos los días tendrá usted que dejar a Parda que beba su agua! Está vieja y cansada.» Ciertamente, decir algo como esto le costó todo un reto las primeras veces, no obstante, aquellas batallas ganadas cuerpo a cuerpo iban ofreciéndole seguridad y autoestima a su personalidad.

No a todo el mundo parecía sin embargo haberle sentado bien las nuevas formas de Joel, sobre todo a aquella gente que guardaban los recuerdos para utilizarlos después como dagas afiladas; tales eran los resentimientos altamente alimentados con prejuicios y a veces también con envidias.

Una mañana, para llevar el pan a la familia de «los cazadores» y a otra vecina, Joel debía cruzar por una calle que no le transmitía agradables vibraciones. Se trataba de una zona en donde varias mujeres solían reunirse para chismear, daba igual de lo que fuese, la cuestión era buscar alguna cosa con lo que distraer sus retorcidas mentes. Pero aquella soleada y calurosa mañana de verano no tenían ningún otro tema «interesante» del que tratar. Joel iba acercándose con Pardita, y de repente, éste notó cómo redujeron el volumen de la conversación, cuchicheando entre dientes. Para luego dirigirse directamente a él:

—¡Eh, chico! ¿Podría hacerte un encargo para mañana? —gritó una de las mujeres. 

Ésta consiguió llamar la atención de Joel, cuyo propósito no era otro que éste se detuviese a la altura de donde se encontraban ellas.

—Faltaría más señora —contestó el muchacho satisfecho ya que, por cada pieza vendida, como repartidor, él recibía del horno de pan de los hermanos Fernández un quince por ciento. Sin embargo, percibía algo que no le hacía sentirse cómodo.

Cuando Joel se acercó con el lápiz y el cuaderno para anotar el pedido, una voz aguda y amarga que salía del grupo de mujeres, ansiosa como la lengua viperina de una serpiente, arremetió despiadadamente.

—¡Eh, chico! ¿Qué tal tu abuela, la monja? ¡Parece que está a gustito con Feliciano! ¿Qué le da a ese viejo para que la acoja en su casa?

Sus compañeras comenzaron a reír a carcajadas. Después respaldaron el duro comentario con gestos de desprecio. Incluso una de ellas escupió al suelo.

—¡Sí, parece que no tuvo reparos en cambiarlo por el convento! —expresó otra con saña.

—Eso. Al menos pan no le falta.

—¡Ni huevos tampoco! —saltaba otra.

Todas aumentaron el volumen de sus carcajadas.

Abochornado por las injurias que estaba soportando sobre su abuela y su tío, el muchacho hizo gala de su exquisito aplomo y quedó parado justo frente al grupo de vecinas, a sólo un paso, firme como un antiguo soldado egipcio, clavándoles una miranda fría y de compasión al mismo tiempo, deteniéndose un instante en cada rostro. Después, y mientras que las mujeres aún gozaban en el barro de la ofensa, Joel comenzó a apuntar algo en varias hojas de la libreta. Cuando hubo terminado de escribir las arrancó de un tirón, y las dobló una a una por la mitad y, sin apartar la misma mirada fija de antes, entregó dichos papeles en mano a cada una de las mujeres. Una vez hecho esto, se acercó a Parda y le susurró a la oreja —el rebuzno del animal pareció mucho mayor que otras veces—, volviendo después sobre sus pasos. Las vecinas detuvieron su chismorreo de inmediato, y un extraño silencio, casi sepulcral, se hizo a lo largo de la calle, dejando desconcertadas a todas ellas por la frialdad con la que actuó el joven.

Para Joel no había ningún secreto, pues su «abuela María» lo había puesto al tanto de todo, incluso de su abandono por parte de sus padres biológicos cuando aún era un bebé. También de la experiencia que ella misma vivió la noche en la que todo ocurrió, cuya revelación la motivó a abandonar los hábitos. Transmitiendo a «su nieto» que de todo aquello debía guardar silencio, al menos, hasta que fuese mayor de edad. Cosa que hizo tal cual, agradecido por salvarle la vida aquella noche de los hechos. Sí, conocía a la perfección toda la historia, y aunque esto fue algo que a menudo perturbaba su alma, jamás sintió ningún resentimiento hacia sus padres naturales. Encontrarlos algún día era su gran anhelo, y al igual que todo ser, dentro de sí sentía esa extraña necesidad; tal era conocer su propio origen.

Aquel instante en que se encontró con aquellas vecinas del barrio, Joel recordó algo que una vez le contó «su abuela»: «Hijo mío, llegará el día en que tendrás que lidiar con los prejuicios de algunas personas, no las odies por ello, y tampoco las juzgues». Aunque aquellas palabras no las entendió de inmediato, se grabaron a fuego en su conciencia. Una vez que Joel se alejó pacífica y lentamente con Parda, indiferente por las palabras sin escrúpulos, las señoras, algunas rígidas como una estatua de mármol, desdoblaron lentamente el papel y cada cual leyó el contenido: «Mi abuela le perdona, y yo...». Nadie pudo adivinar que intentó decir Joel después de ese misterioso punto suspensivo. Bueno, yo sí, pero esto lo guardaré para mí. Mas aquella incertidumbre caló en lo más profundo de aquellas mujeres. Por una parte, la compasión de su abuela, sumada al inquietante final de la frase que el muchacho escribió en aquel trozo de papel, hizo un cóctel de difícil digestión para sus conciencias, un punto de partida de algo que se fue transformando en sus fueros internos. Fue como una especie de semilla que brota para dar paso a un nuevo fruto. Tal vez, en el instante en que Joel escribió la nota, algo lo invadiera de oscuridad, pero llegó a controlarla, de ahí que concluyese la frase de esa forma. Con el tiempo se supo que, desde aquel día, el grupo de vecinas cambiaron su actitud y comenzaron a reunirse de una forma menos dañina. Y es que varios factores han de darse para que una flor dé su fruto. Tal fue lo que ocurrió aquella mañana.

Comentarios