PAN DURO - Acto 5

La burra

La anciana ordenó al viejo calentar un poco de leche, «no demasiado caliente». Pero existía un inconveniente que le hizo saber Feliciano: «¡es leche de burra, la ordeño todas las mañanas!». Sin embargo, la Clarisa recibió esa información de buen grado, porque según ella, «la leche de burra tiene más nutrientes que cualquier otra leche animal, y vendrá muy bien para dársela al crío», le dijo. Ahora el problema radicaba en cómo hacían para que el bebé la tomase, pues no disponían de ningún biberón ni nada por el estilo. El bebé no sólo no dejaba de llorar, sino que cada vez lo hacía con más furor. De inmediato, la Clarisa vertió un poco de leche en un plato limpio, introdujo un poco de migas de pan hasta empaparlas bien; luego, cogió al crío, y con una cucharilla de palo le fue dando el alimento poco a poco, éste lo recibió en su estomaguito con las mismas ansias de un cachorrillo hambriento. Se lo tomó todo, incluso tuvo que ponerle un poco más. La criatura, con el vientre caliente y lleno, volvió a dormirse plácidamente en los brazos de la Clarisa, que no dejaba de mirarlo con ternura.

—Pobre angelito a saber desde cuando no tomaba nada.

El calor de la chimenea y el alimento recibido hizo colorear las mejillas al crío. Y ambos viejos, como si de padres primerizos se tratasen, quedaron absortos mirando cómo dormía. Hacía tiempo que Feliciano no sentía tanta felicidad, y ella se percató de ello, de modo que le ofreció tomar al bebé en sus brazos. Aquella situación era muy peculiar y divertida para mí, y, por qué no decirlo, un tanto extravagante: sentados frente al rescoldo de la chimenea, y apoyado sobre la mesa, estaban una menuda monja octogenaria casi desnuda y un hombre de avanzada edad, con un bebé en brazos. El hombre doblaba en tamaño a la religiosa, cuyo cuerpo parecía el de un gigante rey que custodiaba en su regazo la vida de su príncipe recién nacido. Tal era la imagen de aquella noche en la casa de un repartidor de pan en un barrio humilde de Sevilla.

La lluvia había cesado, y el cielo mostraba un aspecto limpio y despejado. El crío dormía profundamente en su cesta. Hasta prolongada la noche continuó la distendida charla entre ambos. Y sin que se dieran cuenta, el reloj de cuco que tenía colgado en la pared avisó que eran las tres de la mañana. Feliciano se sentía a gusto con la visita y María no podía estar más agradecida por la acogida del viejo. Sin embargo, había algo que les perturbaba bastante, y que debían poner solución lo antes posible: «¿Qué haremos con el niño cuando amanezca?» se preguntaban.

—Nada me gustaría más, pero no podemo dejarlo aquí —dijo Feliciano—, la gente terminará dándose cuenta y avisarán a la autoridad. ¡Ofú, como no son nadie estas viejas cotilla! Una vez hice pasar dentro a una mujé que venía de otro barrio a comprá media docena de huevo, pero yo aún no los tenía preparaos, ¿sabe usted? Tuve que cogerlos del gallinero. Nada, tardé nada, menos de cinco minutos y otros tantos que la mujé y yo estuvimos charlando. Porque me estuvo preguntando por mi salud, como es naturá, que estuve algo resfriado durante un par de día. ¡Buenoo, pa qué! Hubo chismorreo en el barrio durante un mes. Incluso algún vecino comenzó a mirarme malamente.

—No se preocupe, lo llevaremos a la casa de mis niñas —dijo decidida.

Podría decirse que la anciana ya lo tenía pensado desde el principio.

—¿Sus niñas? ¿Se refiere usted a Isabelita y Rosarito? ¿Las hermanas costureras? —preguntó desconcertado.

La anciana asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Pero… ¿cómo lo llevaremos hasta allí, sin que nadie nos vea? Lo menos está a veinte minutos de aquí.

De repente una sonrisa picaresca se dibujó en el rostro de la anciana. Años de miseria y necesidad la hizo más vivaz y resolutiva. Mientras que conversaba toda la noche con Feliciano, la astuta y hábil Clarisa planeó en su mente la forma en que transportarían al bebé a casa de «sus niñas», sin que por ello nadie sufriera consecuencia alguna; y, que por supuesto, la criatura no fuese descubierta bajo ningún concepto. Según ella, y con mucha insistencia, ésta última debía ser la premisa más importante.

Como si de grandes ladrones de bancos se tratase, la religiosa trazó sobre la mesa su ágil y estratégico plan. Feliciano volvía a rascarse la cabeza una y otra vez mientras la escuchaba; parecía no estar del todo seguro si podría llevarlo a cabo. Estas fueron las instrucciones de la anciana: «falta poco para el amanecer, también falta poco para que el crío despierte y pida de comer de nuevo. Antes de que suceda eso, debes, como de costumbre, ocuparte de los animales, mientras lo hace, yo lo haré del crío. Después, una vez haya amanecido, tomarás con total normalidad tu labor habitual de repartir el pan, pero esta vez únicamente cargarás el lado derecho de las alforjas. Porque en el izquierdo acomodaremos al pequeño, por supuesto, una vez lo hayamos vuelto a dormir con el estómago caliente. El vaivén de la burra servirá para relajarlo aún más; sentirá seguridad y protección. Ese meneo lo recordará como si estuviera en el interior de su madre. Después de que hayas cargado el pan en el horno de los Fernández, el itinerario que tomarás de inmediato será directo a casa de Isabel y Rosario, para dejar al bebé allí lo antes posible. Será tan temprano que la gente apenas habrá salido de sus casas. De esta manera evitaremos posibles miradas indiscretas. Yo estaré esperándote allí mismo» concluyó la Clarisa convencida de su plan.

Una manta vieja y descolorida sirvió para cubrir bien al bebé. Luego, para disimularlo aún más, sobre la alforja, colocaron lo que parecía un saco de harina vacío. Una vez repasado todo al milímetro, al igual que los forajidos del oeste, saldrían por la verja de la casa de Feliciano, para separar sus caminos y así cumplir con lo establecido. El viejo tomó la calle de en frente para ir a cargar el pan; y la anciana, bajaría por la calle occidental hasta llegar a la casa de «sus niñas». Mientras Feliciano marchaba despacio con su burra por la parte donde se alojaba oculto el bebé, la hermana María detuvo sus fatigados pasos intentando observar cómo se alejaban, hasta perderlos de vista; momento en que sintió una especie de aguijonazo en su corazón.

Efectivamente, la vieja Clarisa había presentido que algo no marchaba del todo bien. Un imprevisto ocurrió justo en ese instante. Una elegante y señorial vivienda de dos plantas, cuyo dormitorio principal hacía de esquina, daba justo a la calle de la casa del viejo Feliciano. Allí vivía doña Esperanza Aiza, esposa del Capitán de la Guardia Civil don Miguel Gutiérrez, ésta sufría de asma, y era gran aficionada al fisgoneo. De modo que, para aliviar su presunta enfermedad, y seguramente su aburrimiento más que otra cosa, a menudo se asomaba por la ventana «para tomar el aire», decía ella. Aquella tarde, como casi de costumbre, la esposa del Capitán había reñido con doña Carmen Barrios, su suegra, en una pugna donde debatían efusivamente por la educación de la pequeña Ercilia Gutiérrez. Las dos convencidas de que lo mejor para la niña era todo lo contrario a lo que opinaba la otra; siempre con el único interés de desmontar la argumentación que desbancara el papel, ya fuese de madre o de abuela. Quedar por encima era lo más importante para las dos rivales. El caso es que la pequeña Ercilia aún no había cumplido los ocho meses de vida cuando ya estaban confabulando su destino.

Doña Esperanza era de padre vasco y madre andaluza. Su esposo, don Miguel Gutiérrez, de aspecto aseado y físicamente apuesto, había nacido en Sevilla hacía ya treinta y cinco años. Carmen Barrios, madre de éste, a los pocos años de casarse y tenerle enviudó de Antonio Gutiérrez Marín, también un importante oficial de la Guardia Civil.

Ambas mujeres, suegra y nuera, sobrellevaban una especie de relación extrema. Digamos que difícilmente soportable. Si no era por una causa era por otra. El caso es que no había día en que no entrasen en una discusión. La señora Aiza daba por concluida la riña cuando su irritación llegaba al punto de provocarle asma; o, también cuando la presencia de don Miguel Gutiérrez se hacía evidente, cuya resolución machista y arrogante producía un gran respeto a ambas. Él no toleraba aquellos enfrentamientos. Los castigaba como mejor sabía hacer: durante un tiempo no dirigía la palabra a ninguna de las dos, cosa que sabía del sufrimiento que originaba a ambas. De manera que, dichas adversarias tenían especial cuidado en que don Miguel Gutiérrez no se percatase del enfrentamiento, fingiendo a toda costa un afecto inexistente. Aquella era una estrategia que sabían jugarla a la perfección.

La tarde lluviosa en que se produjeron los hechos, el Capitán Miguel Gutiérrez oficializaba una guardia en su comandancia, por lo que no se encontraba en casa. Jornadas que eran aprovechadas por las dos para tirarse los trastos en completa tranquilidad. Hecho lo cual, doña Esperanza Aiza se retiró asmática a su aposento, dando un portazo. Tomó su medicamento y, como de costumbre, se miró al espejo como si esperara que éste le contase algo. Gustaba verse reflejada mientras alisaba su cabello. Admiraba su refinado rostro, y también su figura, esbelta y contorneada. Y aunque ya rozaba los cuarenta años, «había mejorado con la edad», comentario que susurraban los hombres en los bares al verla pasar. Sin embargo, para su desgracia, y con diez años mayor que ella, pero con un aspecto jovial y un físico muy bien parecido, disfrutaba su suegra, doña Carmen Barrios, de un rostro aún más atractivo. Los años no parecían pasar por ella. Y lo peor de todo que doña Esperanza era consciente de ello. Siempre tuvo celos de su suegra, más cuando don Miguel Gutiérrez mostraba signos de cariño hacia su madre, cosa que por otra parte lo hacía muy a menudo. Así se lo demostraba, tanto en los encuentros sociales que celebraban habitualmente, como los que hacían en familia; toda ocasión era buena para manifestarle su amor filial. Sin embargo, los celos que la señora Aiza sufría eran infundados, puesto que esa misma cantidad de amor, incluso con más pasión, lo profesaba el señor Gutiérrez hacia su esposa; mas ésta parecía no valorarlo, o si lo hacía jamás lo manifestaba. Parecía que únicamente dedicaba la atención hacia el afecto que su esposo ofrecía a su madre. No obstante, era un hecho habitual verlas pasear por la calle con la pequeña Ercilia, mostrando siempre una cierta compostura; y, es que, aunque no se aguantasen en la vida privada, cuando se hallaban en público había algo que las unía excepcionalmente, un punto en que por un momento parecía reconciliarlas: «la imagen familiar por encima de todo». La gente cuando las veía siempre conjeturaba sobre el parecido de la pequeña Ercilia a su abuela Carmen, de hecho, tenía sus grandes ojos celestes y la fisonomía equilibrada de su rostro. Si bien sabía disimular su indignación al respecto, la transformación de la cara de doña Esperanza era toda una evidencia. Y cuando eso ocurría, doña Carmen se regocijaba de ello. De hecho, la suegra no era mejor que la nuera, ya que conocía la debilidad de ésta, su punto más débil, y era allí donde atacaba con más frecuencia: «mi niña ha salido a su abuela» decía en voz alta con orgullo mientras la cogía en brazos y la alzaba al aire. Cuanto más público había alrededor tanto mejor. Esto hacía que todos los demonios que llevaba dentro de sí doña Esperanza se alimentasen de sus entrañas. Doña Carmen lo percibía como otra batalla ganada, y se congratulaba de ello. Jamás perdonó a doña Esperanza el hecho de esposarse con su hijo; igualmente a consecuencia de los celos. No era de su agrado ver como don Miguel tenía que dividir en dos partes su cariño, o al menos eso era lo que ella creía.

Esto es algo que en particular me hace especial gracia de los humanos. No alcanzáis a comprender que tales inquietudes son totalmente infundadas. El amor es indivisible, la energía que éste procesa sólo acrecienta su tamaño, se extiende en todas direcciones de la misma forma que lo hace la luz. Esto se extrapola igualmente a la energía del miedo, éste nunca se ve reducido si es compartido, todo lo contrario, pues se multiplicará exponencialmente.

No es preciso señalar que lo que doña Carmen temía era que su hijo la quisiera menos que a su nuera, y sus miedos hacían que la obligase a hacer cosas para retenerlo en su vida. Un comportamiento similar y egoísta manifestado por ambas, suegra y nuera, a partes iguales, en una pugna constante e innecesaria para intentar llamar la mayor atención posible de don Miguel Gutiérrez.

No obstante, al igual que la composición molecular del aceite y el agua hacen repelerse, la naturaleza de ambas mujeres parecía estar sujeta por algún hilo invisible e inseparable, porque en el fondo no podían estar la una sin la otra, precisaban de ese desafío diario como un alpinista necesita escalar una montaña cada vez. Con el paso del tiempo habían conseguido esa extraña simbiosis a través de un respeto mutuo que simplificaba todo lo anterior, una especie de dosis de auto complacencia inyectada en sus egos que las dos competidoras demandaban día tras día.

Volviendo a los hechos de aquella tarde noche, doña Esperanza, después de acicalarse, descorrió la cortina aterciopelada de color granate con ribetes dorados, y abrió el ventanal de par en par. La lluvia y el aire fresco le hacía bien para su asma. Pero, para fatalidad de Sor María y el viejo Feliciano, ésta se percató de todos los hechos. Con alevosía presenció cómo la anciana monja entró en casa de Feliciano «a una hora poco decorosa». Luego, como si de un buitre aguardando con exquisita paciencia la resolución de una presa moribunda se tratase, por la mañana temprano observó salir a ambos, «en una disposición bochornosa», relataba a doña Carmen, su suegra. La falta de escrúpulos le hizo juzgar lo que no era. Por supuesto, este fue motivo para que, al menos durante algunas semanas, la relación de suegra y nuera se suavizase, incluso podríamos afirmar que nunca estuvieron mejor. El nuevo tema de conversación dio carnaza para mucho tiempo; calumnias y conspiraciones entre las dos. Habladurías que iban creciendo conforme pasaban los días, como una especie de bola de nieve deslizándose por una ladera: «¡Qué horror, que poca vergüenza!»… «¡Tenemos que avisar a la madre superiora, esto no se puede tolerar en una religiosa!»… «¡Ya decía yo que no me olía bien ese Feliciano!», no paraban de comadrear. Transcurrieron semanas de la misma forma, malmetiendo a todo el mundo. Dicen que fue motivo de rumores por toda Sevilla. No obstante, y por suerte para la criatura, la naturaleza morbosa y retorcida de doña Esperanza privó de, quizá, la observación más relevante. Ésta no fue otra que la presencia del propio bebé; primero, en la cesta cubierto por una manta cuando la Clarisa entraba en casa de Feliciano, tal vez imaginó que transportaba viandas para él; y después, en las alforjas de la burra de éste en el momento que partieron al amanecer.

Comentarios