PAN DURO - Acto 3

PRIMERA SINCRONICIDAD
El gran regalo

Línea de tiempo 1920

Es necesario avanzar once años más en la línea temporal, justo cuando Isabel recién cumplía los veintitrés, y Rosario, por aquel entonces ya tenía los dieciocho. Por suerte, la Primera Guerra Mundial hacía dos años que había finalizado, este acontecimiento sin embargo no tendrá relevancia alguna, al menos no directamente.

La religiosa, aunque ágil y sana octogenaria, ya en aquellos tiempos comenzaba a padecer algunos achaques; molestias articulares, sobre todo. «Estos dolores me están matando», protestaba de vez en cuando. Eran días de Cuaresma, y como de costumbre por esas fechas, acababa de llevar a casa de Isabel y Rosario una fuente de dulces hechos por ella misma en el convento. Se trataba de torrijas con miel y canela. «A las niñas les encanta», la anciana Clarisa siempre disfrutaba haciéndolas para las que ya consideraba sus hijas. Durante toda su vida, Sor María buscó incansablemente la felicidad, incluso antes de escoger el camino de la religión. Y la hallaba sólo cuando ofrecía todo cuanto tenía. Digamos que podía nutrirse de aquella mirada cariñosa que le propinaba las personas. No requería nada más. De joven, antes de tomar los hábitos, se había relacionado con hombres, pero ninguno supo complementar lo suficiente el alma de María. Su necesidad iba más allá que una simple relación estable. La energía que desarrollaba su ser era demasiado grande para ofrecerla sólo a una persona, de modo que sentía el deseo de transformarla en forma de amor hacia los demás. No obstante, el instinto maternal siempre estuvo presente a lo largo de toda su larga vida, por ello encontró en Isabel y Rosario un deseo que al final pudo ser cumplido.

Las hermanas Clarisas del Convento Santa María de Jesús de Sevilla sabían darle un toque especial a sus dulces, los cuales eran comprados por las familias más adineradas de la ciudad. En especial las torrijas, que cuando se acercaba el tiempo de degustarlas se hacían los manjares más demandados. Precisamente este formaba parte de la especialidad de la hermana María, cuya habilidad en la repostería estaba fuera de toda duda. De hecho, algunas de las recetas eran suyas. Elaborar las torrijas llegaba a ser para la anciana como una especie de ritual. El día que le tocaba hacerlas lo tenía marcado en el almanaque. Una vez que cumplía con sus obligaciones litúrgicas de la mañana, cuando aún el sol apenas acariciaba el horizonte, se refrescaba la cara y las manos en las frías y cristalinas aguas de la fuente del jardín, para luego pasear lentamente por él admirando cada una de sus plantas; a las flores mimaba muy suavemente los pétalos, «no sólo hacéis desarrollar mi olfato, sino que impregnáis de belleza mi corazón», comentaba como si hablara con ellas. No había un árbol que pasara de largo sin tocar amablemente su basto tronco, parecía agradecerles su presencia. Al final, se sentaba en un banco apartado de todo tránsito y meditaba por un buen rato. Después, se dirigía firme hacia las cocinas del convento y sacaba del armario el pan que previamente había guardado dos días antes, «debe estar asentado en su justa medida». Lo cortaba en gruesas rebanadas, «tienen que ser de dos dedos de grosor». Y éstas las empapaba bien en leche y canela, para después sumergirlas en huevo batido. En una sartén con aceite de oliva caliente las freía. Y para finalizar, las sumergía en un recipiente con miel, rebajada con un poco de agua caliente; éste era el dulce destino que las convertía en un auténtico manjar para cualquier paladar humano, y no humano. Las monjas más jóvenes y también las menos jóvenes, a la altura del ventanal de la cocina, siempre detenían el paso un instante para aspirar tan rico aroma.

Y por supuesto, sus «niñas» también disfrutaban de ellas:

—Comérselas —dijo alegremente—. Las he hecho esta misma mañana.

—¡Uy, como a mí me gustan, bien empapadas en miel! —expresó con entusiasmo Rosario, dándole un enérgico beso en la mejilla.

La vieja Clarisa no cabía de gozo.

—Madrecita, siéntese a la mesa —le pidió con respeto Isabel—. Tenemos el brasero recién encendido. Hoy hace frío en la calle. Le prepararé un buen café.

—No. Hoy me iré pronto, hija mía. Estoy un poco cansada.

—Camina usted demasiado —le riñó Rosario—. Tiene que cuidarse un poco más.

—No digas bobadas, niña. Como quien dice, el convento está a la vuelta de la esquina —disimulaba la anciana. Aunque ambas hermanas sabían cuando lo hacía.

—Bien sabe usted que no lo digo por eso. Sus pies ya no le permiten tanta generosidad.

—¿Me estás llamando vieja? —protestó sonriendo mientras intentaba arrastrar una silla para sentarse—. ¡Anda y dame ese café!

Las dos hermanas se alegraron de haber conseguido algo inaudito en la Clarisa: tal era retenerla durante más de cinco minutos. Ya que por donde quiera que pasaba lo hacía a modo visita del doctor. Únicamente en casa de sus «niñas» detenía algo más su tiempo. Aunque últimamente, tal vez la edad o el cansancio físico o las dos cosas a la vez obligaban a que la anciana tomase más respiros continuados. Y esto lo agradecía tanto Isabel como Rosario, que disfrutaban cada minuto que podían pasar con ella. El caso es que esa tarde en verdad se sentía agotada como nunca, y tampoco pudo conseguir pan fresco para los pobres. Hay que decir que rara vez faltó a su cita con ellos, tenía que encontrarse realmente mal para que eso ocurriera, y cuando ocurría se angustiaba enormemente. Esa tarde no fue menos. Sin embargo, en ese instante se sentía feliz estando con Isabel y Rosario.

 A la mesa con un café por delante y una torrija para merendar se sentaron la tres. Hablaron largo y tendido de los vestidos que les habían sido encargados. Rosario, con el tiempo, fue perfeccionando tanto su talento que consiguió realizar sus propias creaciones. Dada su paciencia, ésta se inclinaba más por los patrones, bordados y costura fina. Por el contrario, Isabel mostraba más habilidad en la labor que necesitaba una mayor velocidad en su ejecución, como los cortes, dobladillos, pespuntes, etc. Sacaba muchísimo trabajo.  Efectivamente, ambas consiguieron complementarse hasta tal punto de hacer un equipo realmente eficiente y profesional. Hecho que valoraban las señoras de las familias más pudientes y que por lo tanto comenzaran a encargarles piezas cada vez más sofisticadas. De modo que la economía de las dos hermanas comenzó a encontrarse algo más desahogada, al punto de conseguir algunos «ahorrillos». Con el tiempo incluso llegaron a donar algo de dinero para que la «madrecita» lo invirtiese en alimentos para las familias más necesitadas. 

Dos horas más tarde, y después de una agradable charla que las tres mujeres disfrutaron como nunca, la religiosa regresaba al convento, esta vez con un caminar más lento que de costumbre y utilizando el recorrido más corto, cosa que siempre hacía cuando se presentaba «la tarde fea», y tal era el caso. El edificio religioso se hallaba caminando a unos veinte minutos de donde vivían Isabel y Rosario. Ya había anochecido y un ligero viento arremolinado con aroma a humedad indicaba que la lluvia estaba próxima. Así fue. De inmediato comenzó a chispear, por lo que intentó aligerar el paso; pero los problemas de cadera y articulares se agravaron en los últimos meses. Caminaba por la calle Lirio, un estrecho callejón empedrado orientado al norte, y a la mitad se detuvo. Las puertas y ventanas se encontraban cerradas. Y apoyándose en un zócalo se secó la cara con un pañuelo. Después miró a su alrededor, efectuó un profundo suspiro y, de manera cansina y torpe, prosiguió la marcha como pudo.

Colgando de las fachadas, las luces de las farolas provocaban brillantes columnas de fina lluvia, que parecían enfocar la húmeda superficie adoquinada como si de un espejo se tratase. La calle se encontraba desierta. Pues, de no ser así, lo más probable habría sido que algún vecino se hubiera percatado y detenido a ayudarla. Mas en su contra hay que decir que en ese aspecto la religiosa era bastante testaruda. Rosario e Isabel, ninguna de las dos consiguió convencerla alguna vez para acompañarla. Si bien, cierto es que, aunque durante toda la vida gozara de una extraordinaria salud, las humedades de la vieja habitación del convento hicieron estragos en los debilitados y desgastados huesos de la octogenaria Clarisa. «¡Si la niña tiene razón, estoy vieja y torpe como la burra de Feliciano!», pensaba mientras detuvo nuevamente la marcha para tomar un poco de aliento y secar el rostro. Feliciano era un tipo rudo, algo bruto y descuidado, que se dedicaba a vender el pan que transportaba sobre las alforjas de Parda, su burra. Normalmente siempre pasaba por la mañana a la misma hora y se conocía los nombres de casi todos los vecinos que le encargaban alguna pieza.

Al fin, y después de varias paradas, la hermana María casi exhausta y empapada llegó a las inmediaciones del convento, justo en su parte trasera, debido a que cogió por el atajo. Era norma para todas las internas utilizar siempre la puerta principal, la cual daba a la calle Águilas, que cruzaba un poco más al norte. Sin embargo, como decimos, las molestias físicas y el temporal la forzaron a tomar el camino más corto, este era cruzar por Lirio, cuya sombría y estrecha callejuela daba justo a una vieja puerta de hierro en mitad de un muro. Éste guardaba una especie de gran patio con árboles situado en la parte trasera del edificio, donde las monjas, en su tiempo libre, lo utilizaban para sembrar hortalizas y disfrutar de las generosidades del sol.

Hay que decir que, bien fuese los enchapados de los tejados enojados por el viento, bien el fuerte sonido que hacía el aguacero al precipitarse sobre el empedrado, bien sus oídos y sus ojos inundados por la lluvia, o todo a la vez, el caso es que hicieron que la anciana Clarisa no se percatarse del hecho más relevante de esta historia, cosa que no tuve bien en cuenta a la hora de efectuar esta primera sincronicidad; y que faltó poco para que no se lograse consumar. Tal era el maullido desesperado de lo que podía parecer un gato en celo, cuyo hecho produjo en la religiosa una total indiferencia, que me obligó a actuar con urgencia de otro modo. Sin embargo, ésta sólo concentraba su cuidado en escrutar con premura los bolsillos de su hábito intentando localizar las llaves que abriera la portezuela. Cuando al fin lo logró, procedió a girar la cerradura sin prestar cuidado lo más mínimo en aquellos maullidos. Mas no pude contener tanta desventura, de modo que, justo en ese instante, me acerqué y rocé su hombro, como si una mano se estuviese apoyando en él, y soplé sobre su nuca. Aquello la sobresaltó de tal manera que estremeció todo su cuerpo. Incluso su cabello plateado empapado por la lluvia se levantó. Ella se volvió esperando ver a alguien, cosa que para su desconcierto no sucedió. Pero escorada a su derecha, y bajo la protección de un enchapado, una figura en la penumbra le llamó poderosamente la atención, momento en que un nuevo maullido, quizá con más fuerza que antes, salió de la garganta de una criatura que pareciera pedir auxilio. Se trataba de un bebé que lloraba desconsoladamente en el interior de una cesta de mimbre cubierta con una mantita celeste.

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